LOS SEÑORES FEUDALES DEL SIGLO XXI (REFLEXIONES DE UN POETA EN LA SOMBRA - XX)
Es lamentable, pero vivimos en un error permanente. El mismo lenguaje,
que tanto ha dado al hombre y la creación, se ha convertido cada vez más en un
arma de doble filo. En cuestiones de legalidad y justicia, esa suerte de
jeroglífico en el que el lenguaje puede convertirse, nos ha llevado a las más
altas cotas de necedad y despropósito. La ley, que en otro tiempo era tajante,
cruda e incluso avasalladora con los pueblos (véase el Viejo Oeste) en la
actualidad, en los países supuestamente civilizados, se ha convertido en una
suerte de despropósito que, no sólo la mayoría de la veces conduce a sentencias
injustas y degradantes para las víctimas; sino que además cuesta cantidades
ingentes de dinero a las arcas del estado, que, por si queda alguien que no se
ha enterado, somos todos. En lo que respecta a la aplicación de la ley, salvo
el hecho de que es más lenta, más pomposa y más enrevesada; no ha variado mucho
de aquella que en la Edad Media cortaba la mano o colgaba al hambriento que
robaba una manzana, pero sin embargo concedía derecho y autoridad a los señores
feudales para someter y torturar a los humildes pobladores. Pero, la diferencia
más sustancial en todo esto, es que los señores feudales no se escondían bajo
la máscara de la hipocresía. Vivían pomposamente en sus castillos y se paseaban
con sus corceles haciendo ostentación de sus riquezas y poder. Es decir, se les
veía venir. Sin embargo, los nuevos señores feudales del siglo XXI, no tienen
nada que ver con aquellos sinceros malvados. Hoy no van a caballo, ni se los
puede ver oteando el horizonte en la torre de homenaje de su castillo. Ahora
están entre nosotros, nos cuentan que todo es muy democrático, que todos somos
iguales ante la ley y el estado, que tenemos una llena de derechos y
obligaciones. Eso sí, las obligaciones si no las cumples te crujimos; pero los
derechos ya los tendrás si se tercia, y si no aguanta, ¡para eso vivimos en un
estado de derecho! Uno, que se jacta de no pertenecer a ninguna corriente
política, ni siquiera artística, y siempre ha ido por libre; no puede por menos
que denunciar una y otra vez este espectáculo al que asistimos sin capacidad de
reacción, adormecidos por el suave canto de la sociedad del bienestar que,
dijeron, disfrutábamos. Pero todo fue mentira. Siempre lo ha sido. La historia
de la humanidad es el triste paisaje de unos pocos (que cada vez van siendo más
al proliferar al abrigo de la democracia y otras palabras muy bien sonantes)
como decía, unos pocos que tienen el puño lleno de monedas y de vez en cuando
van soltando una para demostrarnos lo bondadosos y buenas personas que son;
mientras en la otra mano tienen el puñal con el que clavan una y otra vez la
moral y los cimientos de la dignidad humana. Yo, que viví el tiempo de libertad,
jamás pensé asistir al espectáculo de la caída de todas las quimeras que
forjaron nuestros abuelos y nuestros padres a golpe de sudor y lágrimas. ¿Para
qué? Para heredar un mundo en el que ya nada es nuestro; en el que hay que
pagar por todo. ¿Quién se cree esta farsa? El día en que los mítines políticos estén
vacíos porque las gentes se hayan quedado en sus casas en silencio; el día que
la gente vuelva a sentir que vivir es el mar, el cielo y sus estrellas; y no
escuchar la verborrea repetitiva de los unos y los otros. El día en que nadie
haga caso a sus despropósitos, a su decir aburrido y su acciones vanidosas. Ese
día, se producirá la mayor revolución vivida. No habrá bombas, ni balas, ni
éxodos. Un silencio profundo recorrerá las ciudades. Y ellos se quedarán en sus
tribunas balbuceando a la nada sin saber qué hacer. Patéticos muñecos cuyos
hilos seguimos sosteniendo todos opinando a favor y en contra; en definitiva,
dándoles la razón y el crédito que no tienen. Entonces, será de nuevo la
mirada, el verso, la melodía, la conversación sobre la esencia misma del ser
humano, lo que copará la atención de unos pueblos que hoy viven adormecidos por
esa insostenible consigna de “Todo es política”. Lo único real es la mano que
acaricia, la palabra que consuela, el gesto que ayuda a superar la tristeza del
alma o la pobreza. Lo demás son todo fuegos de artificio que tienen como único
fin que sigamos mirándolos con la boca abierta y pensemos que el mundo es
luchar y enfrentarse para reivindicar esto o lo otro. La vida tiene como única
premisa, vivirla. Todo lo demás es vanidad y miseria. El silencio puede ser la
más rotunda losa para aquellos que se nutre de la desesperación y el
desencanto. No hay nada más poderoso que el silencio de la multitud. Esa es la
verdadera lucha. Si seguimos alimentando al “monstruo”, dándoles una categoría
que no tienen, acabaran pisándonos muchos más aún. Existió un tiempo en que los
artistas, los escritores, eran tenidos en cuenta más que los dirigentes
políticos y económicos. El poder, muy a su pesar, jamás estará en sus leyes ni
en sus acciones en bolsa. El verdadero poder radica en el arte que prevalecerá
sobre sus afanes de grandeza, sobre sus riquezas, sobre lo que un día serán sus
mondas calaveras. El verdadero poder es aquel que llega la corazón de los seres
humanos y los hace sentir más auténticos y más libres. Porque jamás lograrán
esclavizar los sueños.
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