EL NIÑO QUE SOÑABA CON EL CINE (UNA VIDA DE CINE - III)

    Cuando era niño, en la ciudad de Vigo había más de diez salas de cine. En el barrio del Calvario eran dos, el Avenida y el Palermo, donde pasé gran parte de las horas en mis años de infancia Hace mucho tiempo que la mayoría de los cines de Vigo echaron el cierre. La primera vez que recuerdo haber entrado a un cine, fue con mi madre y tendría alrededor de ocho años. Entonces, eran programas dobles de sesión continua. Lo que, en los dos cines antes mencionados, quería decir que podías ver dos películas y, si te habían gustado, quedarte y repetir el visionado. Todo un lujo para un niño de barrio como era yo. Porque el cine significaba entonces muchas cosas. De aquella primera vez que tengo recuerdo, sólo ha prevalecido en mi mente una de las películas que vi. Era Los crímenes del museo de cera. Probablemente no muy acta para un niño de ocho años. La cara desfigurada del actor Vincent Price entre las sombras, me lleno de terror y fascinación a la vez. Comprendí desde ese instante que todos mis esfuerzos irían encaminados a ver el mayor número de películas posibles. Era un privilegiado que tenía dos cines a escasos cien metros de casa. En una época en la que estábamos acostumbrados a la televisión en blanco y negro, la pantalla de cine plena de color era vida y fantasía. Recuerdo los primeros años de mi vida en tonalidades grises, salvo cuando me sentaba en aquellas butacas de madera, que hoy nos parecerían incómodas, y un mundo de color se abría ante mí. Hasta los grandes clásicos en blanco y negro parecían, y de hecho tenían muchos más matices y luminosidad que la triste pantalla del televisor. Aquellos cines tenían el suelo tapizado por cáscaras de pipas que iban crujiendo mientras el acomodador buscaba un lugar donde ubicarte en la oscuridad de la sala. La fritura de las películas era en ocasiones considerable, y ya formaba parte de la imagen. Mientras que eran frecuentes los apagones porque el proyector fallaba, con el consiguiente pataleo de los asistentes en la sala. Los cines no eran cómodos, las imágenes no tenían la pulcritud que en la actualidad atesoran, el ambiente estaba cargado; pero, todo eso se olvidaba en el momento que aparecían en la pantalla los actores y actrices plenos de magnetismo y carisma. Ir al cine era todo un ritual. Primero uno examinaba detenidamente los fotogramas que estaban en el porche de entrada. A veces durante mucho tiempo. En una ocasión recuerdo que no tenía dinero para entrar a ver las películas y me pasé toda la tarde observando los fotogramas -creo recordar que una era de Tarzán- hasta que el portero me invitó a largarme del umbral del cine si no iba a entrar. Afortunadamente, las más de las veces conseguía el dinero para poder acceder al interior. La taquilla del Palermo tenía cierta presencia, toda de madera. La del Avenida era un ventanuco de dimensiones muy pequeñas por el que sólo se escuchaba la voz y se veía la mano que cogía el dinero y entregaba la entrada. El interior del cine Avenida estaba jalonado a un lado y al otro por los carteles de cine de las películas. Si uno era puntual, podía ver la puerta abierta donde se hallaba el mágico proyector. La entrada del cine Palermo era estrecha en su inicio y a un lado estaba la sala, más pequeña que la del Avenida, pero sin embargo tenía fuera de ella un amplio espacio con paredes llenas de carteles de cine y al final el bar, entonces llamado ambigú, donde uno podía adquirir las chucherías necesarias para cada función. Después de la habitación de mi casa de infancia, el cine ha sido el lugar donde más veces he podido estar solo a la vez que acompañado por un mundo de sueños. Recuerdo fines de semana en que entraba y esperaba de pie a que alguien llegase al punto donde había comenzado a ver la película y dejase libre el asiento. En una de esas ocasiones, cantaba Lee Marvin la Estrella errante en la Leyenda de la ciudad sin nombre. Recuerdo días de semana en los que la sala estaba desierta o apenas ocupada por dos o tres personas. Recuerdo tipos peligrosos, al lado de los que, sabía, no era conveniente sentarse. Recuerdo jóvenes preciosas al lado de las que si aspiraba uno poder llegar a sentarse, a ser posible en la fila de los mancos. Contadas estas cosas hoy, parece que han pasado cientos de años. Pero no es así. Hace muy poco que el cine movía a cientos de personas y las salas se llenaban a rebosar. Ahora uno tiene el cine en el sillón de casa. Bueno, tiene las películas al alcance de la mano, pero no el cine. El cine, como lo conocimos los de mi generación –la última que vivió el auge de la salas de proyección- ya nunca volverá. Me considero afortunado por haber podido vivir esa magia inigualable. El tiempo en que uno se enfrentaba a la pantalla sin saber que iba a ver de repente a un gorila montado en un caballo y a Charlon Heston enjaulado como un animal por los simios. Hoy, cuando afrontamos una película, tenemos tal cantidad de información sobre ella, que el efecto sorpresa ha desaparecido. Si uno salta en la butaca puede ser por exceso de decibelios, no por haber sido sorprendido con algo nuevo. Como en las demás facetas del arte, hemos despojado al cine de sus misterios. Los making of rebelan todo el entramado y el proceso de las producciones. Para un amante del cine como yo, ha sido maravilloso poder ver todas esas cosas, Pero no puedo por menos que reconocer que la excesiva información ha terminado por ahogar al cinematógrafo. No necesité la primera vez que vi Casablanca o ¡Qué Bello es vivir! que nadie me explicase los mensajes que querían transmitir. La genialidad con que habían sido realizadas fue suficiente para mostrarlos, en algunos puntos de manera consciente y en otros de manera inconsciente. Pero en la actualidad todo ha cambiado. En muchos casos para bien. No digo que no. El cine seguirá vivo mientras las últimas generaciones que saboreamos todo lo antes mencionado estemos en la brecha. Pero ¿Después? ¿Podrá sobrevivir como tal? El primer paso para la desaparición del cine se dio cuando comenzaron a dejar de existir las salas como las anteriormente citadas que proyectaban películas de todos los géneros y todas las épocas. Después estaban los grandes cines de la ciudad que traían los estrenos. Pero los pequeños cines de barrio eran fundamentales para mantener la cultura cinematográfica. Es como si en la música, mal llamada clásica, sólo permaneciesen activas las grandes orquestas sinfónicas tocando a los autores contemporáneos, y desapareciesen las orquestas de cámara y otro tipo de formaciones que interpretan a los clásicos y hacen escuela y crean cantera. Esta es la verdadera realidad del porqué de la desaparición del cine como rito de ir a la sala y ver la película en la gran pantalla. En internet triunfan los videos de corta duración –si puede ser menos de un minuto mejor- y los niños y adolescentes ya nada saben en su inmensa mayoría de qué estoy hablando. Para ellos, pedirles que vean Ben Hur o Doctor Zhivago, es como pedirles que vayan a la ópera a escuchar a Wagner o a Verdi. Esta es la realidad. Omito en este último ejemplo el cine de autor, por considerar que en la mayoría de los casos se necesita cierta edad para entenderlo. Y esto no es ser nostálgico, ni mucho menos. Me encantan las nuevas tecnologías. Soy feliz pudiendo ver en mi televisor el cine de hoy y de ayer. Pero eso no me impide ser consciente de la realidad. Los amantes del cine hemos aceptado con resignación el cierre de los templos donde aprendimos a soñar, donde nos hicimos más libres, donde creímos poder alcanzar otros mundos fuera del habitual. Y eso es algo que no ha hecho ningún bien al futuro del séptimo arte. Con total impunidad en la ciudad de Vigo se cerraron, y en muchos casos hasta se echaron abajo, cines que eran como una segunda escuela. En estos instantes en que la cultura esta tan afectada por los problemas que genera el monstruo de la economía, y las escuelas y maestros sufren las carencias, es necesario recordar que la destrucción de los cines no fue una decisión puntual, sino un acto que se fue realizando paulatinamente hasta acabar con las emblemáticas salas. Vigo, la ciudad en la que nací, fue una bella dama llena de hermosas playas y paseos arbolados. Hoy es una ciudad que, en aras de la modernidad, ha destruido un sinfín de construcciones. Entre ellas, los cines que fueron nuestra segunda escuela. Para mí el cine siempre será una gran pantalla, una butaca, un sonido de proyector,  los sueños del niño que hay en mí.

LA MAGIA DEL CINE

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