FUEGO, NIÑEZ Y CONTAMINACIÓN - SOBRE LA NATURALEZA Y EL SER HUMANO

  

   Quemar un monte de forma premeditada debería estar penado con el más alto castigo que contempla la ley. Cuando un monte se quema, se extermina vegetación y fauna, tierras de cultivo y pastos, en ocasiones se destruyen casas, mueren animales domésticos y, como sabemos, también seres humanos. Además, se arrasa con ecosistemas que son el hábitat de infinidad de especies. Hay árboles de lento crecimiento que necesitan décadas para madurar y formar la masa forestal que había antes del fuego, además de para dar semillas. Quemar un monte es atentar contra la esencia misma de la vida natural y, por lo tanto, también contra toda la humanidad.

    En lugar de tanto ecologismo de urbanitas y de despacho, es necesario pisar el monte, caminar por los senderos, observar las estaciones, estudiar los seres vivos que habitan en él. Porque para querer algo y respetarlo hay que conocerlo.

    Los incendios son el último eslabón de una destrucción sistemática que ha sido llevada a cabo lentamente, en algunos casos sin intención de hacerlo y en otros muchos premeditadamente.

    He escrito más libros y plantado más árboles de los que puedo recordar. Al igual que una obra se va construyendo página a página, un árbol va creciendo poco a poco y ramificándose hasta dar sus semillas.

    Crecí en un barrio de la ciudad de Vigo alejado del centro de la ciudad. En mi niñez, la mayoría de las calles que partían de la vía principal estaban sin asfaltar y, a poco que caminaras, te encontrabas con vegetación, árboles y animales. Telas de araña con gotas del rocío de la mañana y su dueña de colores recibiendo el día cuando iba por el sendero de tierra camino del colegio; murciélagos volando alrededor de las tenues luces de las farolas en las noches de verano; columnas de hormigas transportando mercancías a su hormiguero; mariposas, escarabajos, caracoles, erizos, topos, lagartos, cristalinas (lucios), gatos, perros y muchos más. En cualquier lugar, a la vista o escondidos, era posible encontrar plantas y animales; en la huerta de mis abuelos, por los campos o en los muros. Muchas casas aún conservaban recintos donde había gallinas, conejos y algunos otros animales domésticos. Es decir, los niños de finales de los sesenta y principios de los setenta, viviendo en la ciudad, estábamos en contacto permanente con la naturaleza. Gran parte del día lo pasábamos en la calle y, aunque hacíamos travesuras, sabíamos distinguir desde muy temprana edad el bien del mal, sin necesidad de discursos moralistas ni adoctrinamientos de los poderes públicos que nos eran ajenos. Por entonces los niños éramos niños y, salvo excepciones, no teníamos un interés especial en ser mayores.

    En mi niñez nos peleábamos, incluso entre amigos. Había algún niño que abusaba de su condición física, pero, generalmente, los que eran mayores no solían hacer caso a los pequeños. He visto muchas peleas y he participado en algunas, pero jamás he presenciado que al vencido se le pateara en grupo cuando estaba indefenso en el suelo, ni que alguien atacara por la espalda a un adversario. Desde luego que estaban los delincuentes del barrio o los de otras zonas, a los que solíamos conocer y evitar.

     En este ambiente, aprendíamos progresivamente a vivir en “sociedad” y, siendo un poco observador, pronto te dabas cuenta de los diferentes caracteres e ibas formándote una composición de lugar en el marco de la vida.

    Digo todo esto, porque hoy no hay más malos o buenos que entonces, ni más listos o tontos; simplemente que los de mi generación, como las anteriores, crecimos aprendiendo de nuestros propios aciertos y errores, y también aprendiendo de los aciertos y errores que cometían aquellos que nos rodeaban. Las normas que iban a primar en nuestra edad adulta, aunque en diferentes escenarios, se estaban gestando a medida que transcurría nuestra infancia. Cada uno, dependiendo de sus características innatas, su entorno familiar y de cómo viviese y asimilase los acontecimientos, iba tomando sus decisiones a través de un aprendizaje constante. Porque en mi infancia cada día era una novedad, una aventura. Además, los que hemos tenido la suerte de amar la literatura y el cine (en mi barrio había dos), teníamos un refugio de sueños y fantasía añadido a la odisea que era una infancia en libertad.

    Ese tesoro que eran los primeros años de la vida de un ser humano ha sido sustituido la mayoría de las veces, por la temprana guardería, el prematuro teléfono móvil y la desaparición de los barrios con sus propias características. La desaparición del contacto continuo con los demás niños viviendo experiencias reales y no artificiales, es otro de los factores de cambio, que ha generado en los infantes, no sólo más soledad e individualismo, sino que ha propiciado su debilidad para enfrentarse a los retos del día a día por sí solos. En la idiosincrasia de los barrios influían mucho los oficios que los progenitores o las gentes del lugar llevaban a cabo: médicos, oficinistas, zapateros, albañiles, taxistas, pescadores y una larga lista de trabajos en los que las personas se especializaban fundamentalmente con el aprendizaje directo en la práctica, aunque en oficios determinados pasasen por las academias o universidades.

    Crecí en una época en la que las drogas estaban sacudiendo a la sociedad. No eran tiempos fáciles ni un mundo idílico. Pero los niños éramos niños. Aunque yo, como muchos otros, no era ajeno a los hechos luctuosos que ocurrían en mi entorno.

    La muerte era la muerte. La abuela ha muerto. Aún recuerdo algún velatorio en la casa de gente conocida con el cadáver de cuerpo presente. No se nos ocultaba el hecho. Ni ese ni otros. No nos lo exponían de una manera cruda, pero tampoco lo hacían pasar por insignificante. El drama del fin de la vida era una realidad que asimilábamos con mayor o menor desasosiego.

    Esta desaparición de aquel entorno y ambiente donde los niños crecíamos, ha ido propiciando una falta de sensibilidad creciente hasta desembocar en la situación actual.

    Fui un niño que no dejó de soñar. Y soy un hombre que sueña todavía. Pero tanto entonces como ahora he tenido los pies en la tierra.

    Un ejemplo muy simple es, cuando de niño salía del cine del barrio flotando aún en la nube a la que me había llevado la película de vaqueros o de aventuras. No tardaba mucho tiempo en descubrir que no era ni el más fuerte, ni el más ágil, ni el más rápido, ni el más inteligente. Porque a todo hay quien gane. Esa era una manera muy simple de poner los pies en la tierra.

    Esto sucedía con todo lo demás.

    Hoy la realidad se mira en las pantallas, hay gente que dice quiénes son los buenos y quiénes son los malos, quiénes tienen la razón y quiénes no. Con ese batiburrillo de imágenes y palabras, los niños se van haciendo una composición en su cerebro impersonal, administrada artificialmente; porque la mayoría de las cosas no han podido experimentarlas en la vida real. La sinceridad, el engaño, la amistad, la maldad, el peligro real.

    El ser humano ha perdido el contacto con su esencia natural. Por eso, en la mayoría de los casos, ver bosque arder en las pantallas –a salvo en su casa- le provoca sensaciones tristes momentáneas y hace que vaya absorbiendo las ideas que le inculcan aquellos que opinan sobre ello en la pantalla; pero no pasa de ahí. Después vendrá otra noticia. Habrá cientos de muertos en un nuevo informativo que hable de una guerra. También ese impacto pasará. Y así, como si alguien golpease suave pero de forma continua en una parte de nuestro cuerpo hasta que se quedase dormida y ya no sintiésemos dolor, se crea la insensibilidad ante cualquier hecho por grave que pueda ser.

    Cuando la tierra arde, se está quemando nuestra propia esencia, el lugar de donde venimos y al que volveremos.

    Hasta donde yo sé, los edificios, los molinos eólicos y otros elementos construidos por el hombre no hacen la fotosíntesis. Estamos creando respuestas artificiales a nuestros despropósitos con la naturaleza.

    Parece que la única preocupación es salvar el planeta por el beneficio propio de la humanidad y no porque respetemos su esencia misma. Que seamos en parte responsables del estado en que se encuentra la tierra ha sido la excusa de los dirigentes para hacernos sentir culpables de una realidad que se nos escapa de las manos.

    Con medidas hipócritas, como prohibir el transito en las ciudades de coches antiguos (los que usan para sus trabajos los más desfavorecidos socialmente), cuando un avión comercial en un viaje puede contaminar tanto como uno de esos coches en un año; lo que se está haciendo es “vender” a la población un relato y señalando a los ciudadanos como culpables de la situación ambiental.

    Si hablamos ya de la contaminación que provocan los aviones de guerra y la demás maquinaria bélica, teniendo en cuenta que hay más de un conflicto en este momento en el planeta, ya nos vamos a unas cifras insuperables de elementos tóxicos lanzados a la atmósfera.

    Tal vez hubiese que prohibir, en vez de la entrada de coches en las ciudades, la entrada de aviones y otra maquinaria de guerra en los pueblos y ciudades que asolan.

    Pero, me olvidaba que el ser humano no es más que un animal hipócrita y descerebrado sin sentimientos, y que vivimos en un mundo donde todos aquellos que rigen nuestros destinos sólo buscan su propio beneficio y el de los suyos, mientras, como en cualquier época de la historia, acaban “pagando” los de siempre; el pueblo trabajador y, sobre todo la gente humilde y los más desfavorecidos.

    Me parece mucho más asfixiante la indiferencia de la humanidad que cualquier atmósfera irrespirable.

   

 

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Foto ©Julio Mariñas

Compositor y escritor

 

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