EXISTE UN MUNDO DIFERENTE
“Por la derecha. No, por la izquierda. No,
por el centro, pero un poco hacia la derecha. Que no, por el centro, pero un
poco más a la izquierda. Mejor, a la derecha de todo, al borde de la derecha.
No, mejor, a la izquierda de todo, al borde de la izquierda”.
Y así, en un eterno número de combinaciones
posibles; todas las imaginables. Porque, la finalidad última es conseguir que
nuestro pensamiento gire y gire, hasta que no seamos capaces de reflexionar y
nos sea imposible recorrer el camino que cada uno deseamos; para que acabemos
tomando el camino que dictan, en un momento preciso de la “empanada mental” al
que nos han sometido; el que unos y otros, y otros consideran fundamental para
sus intereses políticos; para saciar sus ansias de poder.
El problema es que las rutas que nos indican hace mucho que no son ni siquiera caminos. Son lodazales donde las
masas confundidas se van hundiendo más y más, hasta ser engullidos por una
suerte de arenas movedizas generadas por la soberbia, la vanidad y el egocentrismo
más cruel.
En algún tiempo, la plebe se liaba a
garrotazos y en ocasiones se mataban en algún callejón insalubre. Pero los que
portaban y sabían manejar la espada o la pistola, generalmente no se liaban a
espadazos o tiros a la primera de cambio. Sino que, ante una ofensa, se
guanteaban la cara en señal de reto; para después batirse al amanecer en
igualdad de condiciones con arreglo a unas normas muy estrictas. Existían cosas
como el honor, los principios, la ética, la moral. A veces erróneas o no.
¿Quién puede juzgarlo? Pero existían.
En otros tiempos, las guerras eran
cruentas, se hacían esclavos, se saqueaban poblados. Pero, en esa vorágine de
barbarie en la que los hombres siempre han vivido sumergidos, había destellos
de nobleza, códigos con el enemigo, respeto al adversario.
Cuando, derrotado por Julio Cesar en la
Batalla de Farsalia, Pompeyo buscó asilo político en Egipto, Potino fingió
aceptar su petición, pero mandó cortarle la cabeza al general para ganar el
favor de Julio César. Pero al llegar César y ser obsequiado con la cabeza de
Pompeyo, respondió con pena y repugnancia y ordenó que se localizara el cuerpo
de Pompeyo y se organizase un funeral apropiado,
ya que César había concedido la amnistía a sus enemigos, incluyendo a Casio,
Cicerón, y Bruto.
Este hecho histórico hoy sería impensable.
Cualquier ser humano que en la actualidad tuviese el poder que Julio César
tenía entonces, no sólo hubiese mirado con deleite la cabeza de Pompeyo; sino
que hubiese pedido que le trajesen la de Casio, Cicerón y Bruto, y la de todos
los que pudiesen obstaculizar la subida al poder y la permanencia en el mismo.
Perdonó a demasiada gente Julio César. Por eso acabó siendo asesinado a
traición. A pesar de tener 56 años, aún no fueron capaces de enfrentarse cara a
cara con él, y la primera puñalada la recibió del senador Casca por la
espalda. 23 puñaladas más le dieron a
César, que aún tuvo fuerzas para apartarlos, para pronunciar la famosa frase -desde
entonces sentencia para traidores- “¿Tú también, hijo mío?” Cayó muerto a los pies de la estatua de
Pompeyo que presidía la curia y que él había pagado. Una de las ironías del
destino. Lo dicho; perdonó a demasiada gente. Pero estoy desviándome del tema.
La figura de Julio César no es la idea central de este texto. Ya en su momento
escribí el libreto y la música de una ópera para este personaje histórico que
me parece fascinante en sus luces y en sus sombras. Pero eso es otra historia.
Ante la situación actual, creo que es muy
importante refrescar la memoria de algunos e informar a otros de lo que el ser
humano ha hecho con nuestro planeta. El lenguaje, como medio de comunicación y
principal vehículo de desarrollo en la historia de la humanidad, está
convirtiéndose en el peor enemigo de la misma. Podría parecer que uno, que se
considera escritor, este tirando piedras contra su propio tejado; pero la
realidad es que la verdadera fuerza radica en las breves sentencias, en los versos
sencillos, en las pequeñas historias. Si bien es cierto que en otras épocas de
la historia el pueblo era analfabeto y hoy en la mayoría de las sociedades
avanzadas todos sabemos leer y escribir; en la sociedad actual el lenguaje se
ha sofisticado de tal modo que, el discurso de políticos, medios de comunicación
de toda índole y demás coordinadores de masas; se ha convertido en un
maremagnum de palabras inconexas que giran, se entrecruzan y, al final, no
acaban diciendo nada. Sólo acaban dándonos a entender lo perdidos que estamos y
cuanto ellos pueden ayudarnos para solucionarnos la vida. Hasta la literatura
ha llegado ese fenómeno que ha erradicado prácticamente las novelas “normales”
o los relatos. Porque las novelas tienen que tener quinientas, mil o más
páginas; y contar grandes epopeyas y cosas de mucha enjundia. Y si no cogen en
una entrega; hacer dos, tres o diez partes. Hasta el cine ha llegado esta
masificación de información banal e inconexa con trilogías, cuatrilogías o
remakes, de remakes, de remakes… Para llorar.
Así, en el caso de la literatura, la gente
no ha leído La Metamorfosis de Kafka
que son unas cuantas hojas, o la pequeña novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia. Pero se lee tochos de
cientos de hojas que no dicen nada. Las extensas obras de la literatura como la
Iliada, la Odisea o el Quijote; no dejan de ser una sucesión de relatos que
admiten su lectura independiente y tienen valor fuera de sus cientos de
páginas. El problema de mucha de la literatura y la oratoria actual estriba en, no la cantidad
de información, sino en la poca información que recibimos a cambio de un sinfín
de páginas o de escuchar los eternos discursos de los que llevan las riendas
del asunto. Riendas de un caballo desbocado, por cierto.
Pero yo, que,
aunque no lo crean, empecé estas líneas para hablar de Diógenes de Sinope, he
acabado hablando de literatura y otras cosas. Aunque lo del filósofo Diógenes
me viene de perlas para dejar aquí unas pinceladas de ese cínico que dio unas muestras de coherencia
insuperables. El nombre de este filósofo en cuestión parece ser que ha pasado a
la historia porque en el año 1975 una publicación de la revista científica
Lancet llamó síndrome de Diógenes a la patología que tenían un grupo de pacientes ancianos con enfermedad
aguda de abandono de si mismos y acumulación de “cosas” en sus casas. Pero
Diógenes, que nació en la ciudad de Sínope situada a orillas del mar Negro alrededor
del 400 a.C., poco tiene que ver con el citado síndrome. Sin embargo es una
persona muy importante que ha dado para la historia anécdotas que invitan a
meditar. Hasta la corriente a la que pertenecía, los cínicos, ha quedado
desvirtuada también desde el punto de vista del lenguaje, al utilizar la
palabra en una acepción que nada tiene que ver con la actitud que estos
filósofos tenían ante la vida. Fue Antístenes, discípulo de Sócrates, quien
inauguró esta corriente filosófica. Como todas las corrientes, tuvieron sus
defectos y sus virtudes. No voy a extenderme en ello. Pero si en la figura de Diógenes
de Sinope, que vivía apartado de la sociedad como protesta y huyendo de todo lo
material. Platón le llamaba “Sócrates delirante”. Caminaba descalzo durante
todo el año, dormía en los pórticos de los templos envuelto únicamente en su
capa y tenía por vivienda una tinaja. No sé el efecto que causaría hoy en día
un personaje así. Probablemente la indiferencia más absoluta. Sin embargo, a
este filósofo llamado Diógenes, que hoy sería tratado como un mendigo, el
propio Alejandro Magno, entonces el hombre más poderoso de la tierra, fue a
visitarlo. Aquel conquistador que recibía la visita de sabios, poetas y
artistas que estaban deseosos de conocer al rey; fue a conocer al único que no
había hecho acto de presencia. Cuenta la anécdota que, cuando Alejandro
encontró a Diógenes absorto en sus pensamientos, sentado junto a un muro y muy
cerca de su tonel, le preguntó si quería algo de él. Diógenes le contestó: “No, solamente que te apartes de ahí porque
me tapas el sol”. El séquito de Alejandro comenzó a burlarse del filósofo.
Pero el rey cayó sus risas diciendo: “Si no
fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes”. Esta historia, aparte de mostrar
la inteligencia de Alejandro Magno, ilustra muy bien el encuentro de dos
grandes seres humanos. Con sus infinitas virtudes y defectos; pero unos rasgos
de humildad que han desaparecido por completo de la escena actual. Y sobre todo
esa frase que Diógenes dedicó a Alejandro. Eso es lo que quiere la sociedad
actual, que nuestros gobernantes se aparten porque hace mucho tiempo no nos
dejan ver el sol.
Considero que el mayor rasgo de humildad es
el ser consciente de que siempre podemos aprender de todos y de todo. La
anécdota que viene a continuación lo ilustra muy bien. Un día Diógenes vio como
un niño bebía agua con las manos en una fuente: “Este muchacho, dijo, me ha enseñado que todavía tengo cosas
superfluas”, y tiró su escudilla. Ya entonces pasaba y hoy mucho más. Vivimos
rodeados de cosas superfluas. Es cierto que la civilización nos ha dado unas
comodidades impensables hace apenas un siglo. Pero, a cambio de qué. ¿De no
saber distinguir lo que es indispensable y aquello que es prescindible?
Otra lección de ética se la dio Diógenes de
Sinope a unos ciudadanos que parecían estar muy preocupados por las buenas
costumbres. Cierto día se estaba masturbando en el Ágora, y quiénes le
reprendieron por ello, obtuvieron por respuesta: “¡Ojalá, frotándome el vientre, el hambre se extinguiera de una manera
tan dócil!”. Una anécdota más para la reflexión. Cuando siempre ha habido y
hay muchas “corrientes” que parecen estar muy preocupados por la moral de los seres
humanos que poblamos el planeta. Pero en mucha menor medida del hambre que nos
invade por todos los rincones de la tierra, y a pocos pasos de nuestras casas.
La cumbre del anecdotario de Diógenes la
alcanza un acto que realizó en pleno día
por las calles de Atenas con una lámpara en la mano diciendo: “Busco un hombre”. Me imagino a ese
“mendigo” apartando a los correctos ciudadanos que se cruzaban en su camino. Decía
que solo tropezaba con escombros, “Pretendo
encontrar al menos un hombre honesto sobre la faz de la tierra”. Si
Diógenes despreciaba tanto a la civilización que le tocó vivir, ¡qué no habría
hecho viendo el panorama actual!
Este cínico es probablemente la más grande
representación del desprecio hacia todo lo que conlleva una sociedad materialista
que corrompe al hombre. Como en aquella
ocasión que un rico le convidó a un banquete en su lujosa mansión e hizo especial
hincapié en el hecho de que allí estaba prohibido escupir. Diógenes hizo unas
cuantas gárgaras y le escupió directamente a la cara, diciendo que no había
encontrado otro lugar más sucio donde desahogarse. Si hoy en día hubiese que
escupir a esos lugares más sucios y a esas caras, no quedaríamos sin saliva.
Al final, la inmensa mayoría de los mortales,
solamente queremos ir por nuestro sendero, nuestro humilde camino trazado de
cosas sencillas; de caricias, de besos, de miradas, de palabras suaves, de
ausencias y presencias. Pero los “grandes sabios” de la era moderna que
conducen el destino de la sociedad, es decir, los que más dinero tienen en sus
bolsillos, nos siguen martilleando con: “Por
la derecha. No, por la izquierda. No, por el centro, pero un poco hacia la
derecha. Que no, por el centro, pero un poco más a la izquierda. Mejor, a la derecha
de todo, al borde de la derecha. No, mejor, a la izquierda de todo, al borde de
la izquierda”. Y los simples mortales que no sabemos lo que pesa un maletín
lleno de euros o dólares, sólo queremos ir por nuestro camino. No lo entienden.
Están sordos y ciegos, pero, lamentablemente, mudos no. Y siguen y siguen con
su sinfonía de verborrea absurda que no lleva a ninguna parte.
Tal vez a gentes como quien escribe estas
líneas, nos falta el valor o la convicción suficiente para dejarlo todo y vivir
en una tinaja desprendiéndonos de todo lo superfluo. Mi tinaja es un papel en blanco
donde voy desgranando los sentimientos. A lo mejor por egoísmo, por una
liberación personal de toda la tristeza acumulada dentro. O tal vez porque
pienso que la palabra sincera es la única forma de recuperar una sociedad
enferma de vanidad y egocentrismo. ¿Qué necesita el hombre para vivir? Apenas
nada. Nace desnudo, indefenso; y es pasto de un gran sistema global que le
invita a subir, subir, subir; por unos peldaños artificiales, construidos con
los cadáveres que ya no pueden hablar, con los agonizantes que no pueden
defenderse, con las vidas perdidas en innumerables rincones del mundo. Nos
mienten desde el principio. Hay que decir que existe un mundo diferente. En el
que la gente puede mirarse al espejo y reconocerse, en el que los ojos
mantienen las miradas sin avergonzarse, en el que es posible correr con los
pies descalzos por la arena o la hierba sin clavarse las espinas del rencor. Y
si no existe; si nunca ha existido o hemos acabado con él; es necesario
volverlo a crear. Tal vez sea una quimera imposible. Eso es la vida en el
fondo. Un sueño que perseguimos y se va desvaneciendo con el lento transcurrir
de los días. Y al final sólo somos aquello que hemos dejado en la memoria de
los que nos conocieron, nos quisieron, nos amaron e incluso nos negaron.
No dejarán de hablar. Yo no dejaré de
soñar. Con gran acierto se ha dicho siempre que los sueños son el único paraíso
del cual no podemos ser expulsados.
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