POLÍTICAMENTE INCORRECTO

    El derecho a discrepar se ha ido convirtiendo en un área restringida y esquematizada. Es decir, la discusión es buena y se mira como algo positivo, siempre y cuando tenga lugar dentro de unos parámetros preestablecidos que obedecen a una ley no escrita que, ¡oh, coincidencia! transcurren siempre dentro de lo que se ha dado en llamar lo políticamente correcto. Así las cosas, surgen y se establecen corrientes y grupos supuestamente transgresores que se consideran y son considerados vanguardista, no porque sus hechos sean innovadores, sino porque dicen a la gente lo que esta quiere escuchar. Todos aquellos que vivimos nuestra juventud en los ochenta, a poco que recapacitemos, nos damos cuenta de que el panorama social actual, tanto en lo concerniente a las estructuras ciudadanas como al terreno del arte, es una mascarada descafeinada que navega apoyada en un conservadurismos rancio. De tal modo que muchas canciones, manifestaciones verbales, programas televisivos, tertulias y demás cosas de los ochenta del  siglo pasado, hoy serían, no sólo tildados de políticamente incorrectos, sino que serían motivo de denuncias, causas penales y graves condenas por parte de los correctos ciudadanos. Entonces, y no es nostalgia barata de juventud, la libertad era un hecho consumado, los jóvenes éramos respetados como tales, y no se pretendía hacer de nosotros carne de ciudadanos responsables y seguidores de falsos ídolos. Cada uno buscaba sus referentes en la música, en la literatura, en el cine; de un modo más sano y menos condicionado. Porque no existía un marketing previo que nos decía el libro que teníamos que leer porque era un superventas, ni la música que teníamos que oír porque la cantaba alguien que de antemano tenía la aprobación de una industria, ni el cine que teníamos que ver porque no existían trailers que destripaban la película; sino que ibas al cine sin saber en qué mundo te sumergirías. Entonces, todo era más limpio, más incierto, más apasionado. Las gentes nos mirábamos a la cara, conversábamos al calor de un café o nos entregábamos al deseo en lugares sombríos e inseguros. Ese mundo y esa juventud, que llevaba trazas de convertirse y convertir a la sociedad en un lugar libre, respetuoso; sin tanta sensiblería ni con la piel tan fina; al final, pasados los años, se fue diluyendo y, la mayoría de los jóvenes de entonces, hoy son señores pegados a la pantalla de un ordenador o de un teléfono móvil, con ideas sectarias y dispuestos a odiar a todos aquellos que no piensen como ellos. Bajo el falso lema de “políticos somos todos”, los nuevos ciudadanos del siglo XXI hemos pasado a ser activos defensores de todo aquello que consideramos vulnerable. La mayoría de las veces lo hacemos desde la atalaya de nuestra soberbia y vanidad. ¡Y pobre de aquel que disienta de una buena causa! Somos los salvadores de los animalitos, a los que hemos humanizado sin permiso; dando por supuesto que los otros seres vivos quieren ser humanizados y no seguir perteneciendo a su especie. Pero seguimos utilizando una tecnología y viviendo en una sociedad que vive gracias a la destrucción del medio ambiente en el que esos animales vivían, la mayoría de ellos antes de que el homo surgiese en la tierra. Somos los salvadores de las gentes que viven en sociedades mucho más precarias que nosotros. Pero seguimos viviendo en una sociedad que se mantiene gracias al sufrimiento de esos lugares menos desarrollados. Y en nuestras ciudades late la pobreza, la humillación de nuestros vecinos. Pero nosotros buscamos grandes hazañas en lugares lejanos que tranquilicen nuestra conciencia. Vivimos en una perpetua mentira que nos han ido inculcando a fuerza de restringir nuestra libertad de pensamiento. Las redes son un hervidero en el que la gente busca desesperadamente algo en que creer, alguien a quien amar u odiar; todo vale con tal llenar un vacío existencial que pugna por decirnos una y otra vez: “Eres esclavo de infinidad de prejuicios, ideologías, señas de identidad preestablecidas”. Todo ello para nuestro supuesto bienestar. El tema es que la mayoría de los humanos prefieren creer una mentira que apacigua su conciencia; que embarcarse en la dudas y la introspección para ahondar en su verdadero Yo. Cada humano va estableciendo una vida y un círculo entorno a él que mitigue su pusilanimidad. Ahí se mueve con supuesta dignidad y encuentra el refugio a sus traumas y frustraciones. Su actitud se convierte de rechazo hacia todo lo que considera que puede desequilibrar su círculo vital. Hasta que un día se entera ¿Ah, pero soy mortal? Y, si tiene aún tiempo, piensa: ¿Dónde ha estado la aventura? ¿Dónde la sensación de vértigo de ser otros? ¿Dónde está aquella vida que debía haber sido un fluir continuo y se ha convertido en una rutina desoladora? Pero, para entonces ya es tarde. Las campanas del final suenan con rotundidad. Todo aquello que odiamos, que ha sido mucho, se vuelve ínfimo; y lo poco que hemos amado se agranda cuando ya es tarde. Creo estar asistiendo a la cretinización de una sociedad en la que la individualidad se pretende diluir en grandes lemas y grandes principios. Pero, la realidad perecedera es sólo una: Hay un principio que es vivir y dejar vivir. Y una única realidad: La mortalidad como espada de Damocles pendiendo sobre una existencia que no merece ser globalizada ni encajonada por ninguna idea ni concepto. Hoy, como ayer, sale el sol. Vivir debería ser la única opción para una especie como la nuestra, tan falta de verdad y esencia.


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