LOS FANTASMAS DE LA LITERATURA

    Como una sombra que transita por las esquinas del recuerdo, en los tupidos parajes escondidos, en las desérticas montañas de los lugares olvidados por los dioses; así la inspiración vaga por los laberínticos espacios de la mente del escritor, entre la vigilia y el sueño. Mientras, se expande como una epidemia por los mercados del desvarío, una supuesta gran literatura que, a falta de profundidad e inspiración, toma sus temas y personajes, de la historia, alterándolos, deformándolos; adquiriendo en su trama aires de folletín intelectual y ameno; líneas y líneas que son carne de telenovela, de telefilm, de historia visual por capítulos; insustancial, monotemática, efectista; que busca impactar en lo superfluo de lector o espectador; con estereotipados personajes, con diferentes cubiertas y circunstancias; pero planos e iguales en su fondo. Así, la literatura de masas, por norma general, salvo contadas excepciones; se ha ido convirtiendo en un batiburrillo de escenas y pensamientos, más encaminados a satisfacer el lado banal del receptor, que a esperar de él una reflexión profundad. De ese modo comienzan a surgir en las nuevas generaciones infinidad de lectores que ven en Cervantes, Dante, Goethe, Baudelaire y otros genios de la literatura, unos señores aburridos y de difícil digestión. Error que se va extendiendo como una plaga, hasta acabar escondiendo las grandes obras literarias y, en las pocas ocasiones que sucede, mostrarlas como un vestigio del pasado que hay que contemplar, como se observa un resto antiguo, sin sustancia ni interés. Las fuentes, el origen, las obras literarias en las que se apoyan los textos literarios de vanguardia, casi siempre dando lugar a textos de poca originalidad, duermen el sueño de los justos. Nadie quiere reflexionar las obras de Albert Camus; porque nadie quiere pensar demasiado en la condición humana. Porque hemos ido creando una sociedad que aboga por un buenismo artificial; sin preocuparse para nada por la literatura. Sólo lo fácil, nada más aquello que nos arranque una lágrima o una breve reflexión durante unos segundos; vetado todo aquello que sumerja al humano en una reflexión sobre la verdadera conciencia de sí mismo y de los demás. Lo malo y lo bueno nunca han estado tan simplificados. La melancolía ya no puede ser el placer de sentir nostalgia o tristeza. Esos parecen ser sentimientos prohibidos. La máscara con la que se cubre la sociedad debe ser una sonrisa, dejar que el tiempo fluya y no aspirar a nada que no sea los placeres superfluos y transitorios. Mientras, en un rincón apenas visitado, el escritor sigue latiendo ante un impulso irrefrenable; sentimiento continuo de crear sueños y personajes que abracen mundos escondidos; allí donde las cifras de ventas, las imposiciones de mercado, no pueden ejercer su implacable imperio de la banalidad y el juego mediocre de un mundo trivializado a través de historias iguales, apenas disfrazadas en unos cuantos detalles. Sólo queda el consuelo de que, el tiempo, con su implacable paso de justicia, ira diluyendo todos esos textos condenados a una vida luminosa pero breve, para dejar en su regazo la literatura de verdad; esa que late en la noche de los tiempos; el inmortal aliento de las musas.


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