UNA MALETA Y LA LUNA - XXVI




   Subo lentamente las escaleras que llevan al piso superior donde, al final de un estrecho pasillo, se accede al desván. Desde aquí veo en la parte baja el imponente salón con su recia mesa de maderas nobles, refugio de los cuatro cadáveres hieráticos, tal vez ajenos a este ahora. También puedo observar como en una de las paredes cuelga una pintura al óleo que representa la muerte de Julio César; en el centro la estatua de Pompeyo, delante de la cual se está perpetrando el magnicidio en una escena de gran violencia plasmada con gruesas y bruscas pinceladas; ya ha recibido algunas de las veintitrés puñaladas que acabarían con su vida y los blancos ropajes de Julio César están teñidos de un rojo profundo e intenso de sangre; a pesar de ello, en su rostro crispado, aunque sus ojos tienen el brillo de la muerte, hay un gesto de desafío hacia sus asesinos y hacia el propio destino, acentuado por unos antebrazos musculados que, a pesar de sus cincuenta y seis años, aun conservan el vigor de los tiempos pasados; en sus extremos se abren las huesudas manos en señal de repulsa ante sus agresores, como queriendo agarrarse a una eternidad histórica que estaba fraguándose en esos precisos instantes; toda la escena está enmarcada en una rica arquitectura de columnas y capiteles más esplendorosa y recargada que la de la época a la que pertenece la escena, en un anacronismo que enriquece la situación; el óleo es una obra maestra de un autor desconocido, un artista que ha quedado oculto a los ojos de la historia de la pintura; uno de tantos. César el dictador, César el poderoso guerrero, César el audaz orador, César el despiadado adversario, César el relevante escritor, César el benévolo con sus enemigos derrotados. Hay tantos césares para la historia; ¿Cuál ha sido el auténtico o los auténticos? ¿Tal vez todos? ¿Acaso ninguno? El tiempo impregna a muchos personajes con una pátina de grandiosidad que subyuga e invita a la reflexión. Tal vez también cada uno de nosotros deberíamos tener esa oportunidad de observar nuestras vidas y nuestra personalidad bajo el prisma que ofrece el paso de los siglos. Sería interesante. Es una pena que nuestra visión, ante la brevedad de la existencia, sea tan sesgada y poco fiable. Muy cerca del cuadro de considerables dimensiones, hay uno mucho más pequeño que llama mi atención. Es la inigualable visión de Piranesi de unas ruinas romanas. Como la mayor parte de la obra del autor, muestra una imagen agreste, indómita, de construcciones abandonadas a la vegetación invasora; pero dotadas de un halo de misterioso romanticismo evocador. El declive de un gran imperio late en cada detalle. El esplendor es como todo, efímero. Quién le iba a decir al longevo Octavio Augusto que, aquella ciudad de ladrillo que era Roma y el convirtió en marmórea, algún día yacería derrotada y el mundo no temblaría ante sus legiones. El tiempo tiene esa pertinaz costumbre de ir desgastando todo hasta dejar tan solo vestigios o sombras de aquellas cosas que un día fueron soberbias y grandiosas. Pese a todo, Roma sigue siendo un lugar impregnado de historia. Un viejo hotel cercano a Estación Termini fue mi refugio cuando llegué a la ciudad. La sobriedad de la habitación acentuó la pena que albergaba entonces en mi interior. Desde el Puente, contemplando el Castillo de Sant'Angelo, no pude evitar escuchar, junto al rumor del Tíber, el adiós a la vida de un Cavaradossi sentenciado. Entonces yo también creía estar llegando al final. Pero aún me quedaba mucho por vivir. Intenté partir antes de lo previsto de Roma, sin saber muy bien por qué; aun siendo consciente de que cualquier intento de regresar era inútil en aquella historia; pero no había billetes. Así transcurrieron unos días en los que respiré el aroma felliniano  de la Fontana de Trevi, la acogedora brisa del Monte Palatino o el húmedo desasosiego de las Catacumbas. De regreso a casa, la imagen del túmulo de tierra donde unas flores recordaban a Julio César, volvía a mi mente una y otra vez, como si allí, en el corazón del antiguo Foro, también yo hubiese enterrado una historia perdida.



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