UNA MALETA Y LA LUNA - XXV - EL ADIÓS A LA VIDA DEL SEÑOR DIRECTOR




El adiós a la vida del señor director
(Del triunfo y el fracaso)

    Acaba el concierto; con paso elegante, después de saludar correspondiendo a los aplausos del público, el Señor Director abandona el escenario; cae el telón; ya en el camerino, con posterioridad a recibir las felicitaciones de unos y otros, se desprende de su traje, enfunda su ropa de calle y cubriéndose con un abrigo abandona el teatro; al salir, el frío intenso de la noche invernal golpea su cara; a medida que deja la avenida principal y toma las calles menos transitadas, el silencio en sus oídos cobra un protagonismo inusitado, como si después del polifónico maremágnum orquestal, de los aplausos de un público entregado, la ausencia de fuertes sonoridades convirtiese el silencio en algo hiriente y, de algún modo, sonoro; con una sorda sonoridad, algo difícil de explicar, pero que la mayoría de los profesionales que se han subido a un escenario ante el público conocen; un vacío pesado invade ese silencio que parece asolar las entrañas del cerebro. Una vez en casa, el Señor Director, ante el gran silencio del hogar, percibe con más fuerza la sensación de desolación; camina el pasillo oscuro, desde la puerta entreabierta del dormitorio comprueba que su mujer se ha quedado dormida con la luz de la mesilla encendida y un libro entre las manos. El Señor Director, por unos breves instantes, sustituye la terrible sensación de vacío por la ternura que le inspira la escena. Después, en el salón, mientras enciende un cigarro y se pone un whisky, contempla las exuberantes luces de la metrópolis. Evoca en este instante de soledad suprema, la primera impresión musical que tuvo de niño y motivó su dedicación a la música.  Fue en la primavera de sus ocho años. Había ido con sus padres a pasar unos días con los abuelos maternos. El pueblo tenía una iglesia de dimensiones considerables. Atardecía cuando, camino de casa, escuchó los dulces sonidos de unos instrumentos de cuerda procedentes del interior del templo. Se asomó tímidamente y quedó absorto, transportado por la belleza de la música del Aria de la Suite número 3 de Bach.  Desconocía la obra, al músico barroco y jamás había visto en vivo la interpretación de una orquesta de cuerdas. Desde aquel instante, nunca volvería a ser el mismo. La música lo atrapó y comenzó una exitosa carrera. Pero, lo que no sabía aquel niño de ocho años, era que, toda la belleza de aquel instante nada tendría que ver con su trayectoria vital; que la vida en muchas ocasiones es dura y desgarradora, que el éxito público tiene poca importancia ante la amargura de una vida llena de sinsabores personales. Despertando de sus pensamientos, apura el whisky, contempla de nuevo las luces de la metrópolis tras el amplio ventanal; y las sigue contemplando, cuando abre la ventana y salta al vacío de la noche aciaga.

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