EL NAVÍO
Navegaba
lentamente en la mar calma bajo un ocaso de púrpuras y ocres. Coloso de
crujientes cuadernas y amarillentas velas. De su sentina brotaban agónicos
lamentos, voces desesperadas de anónimos tripulantes. En su cubierta, de babor
a estribor, de popa a proa; cuerpos lacerados de rostros convulsos, apenas
cubiertos por jirones de ropas ensangrentadas. Lo vi en un atardecer de invierno
apacible; cuando algunas gaviotas silenciosas acariciaban el cielo y una
lavandera despistada se movía nerviosa a la orilla del mar. Después, la noche
se abatió definitivamente sobre el litoral, mientras el navío seguía surcando
las aguas pesaroso; posible de advertir por la multitud de faroles que colgaban
desde el mástil de mesana, pasando por la cofa, hasta el mástil de trinquete.
Amarillentas luces que se fueron perdiendo en la lejanía.
Sobre los
esplendorosos cielos de verano, los radiantes horizontes de primavera, el mar
onírico de otoño, aún sigue navegando renqueante ese navío que alberga tantos
misterios y preguntas no resueltas.
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