UNA MALETA Y LA LUNA - XXXVII - EL AMANECER



    Atrás han quedado las ruinas del cementerio, y más allá la ciudad fantasma engullida por la vegetación exuberante y los colosos arbóreos de peladas ramas, y aún más lejano el litoral en cuyo regazo surgieron las primeras casas de pescadores que serían el origen de la gran urbe. Ahora, delante de mí, no hay nada. Un vacío de negrura que va siendo diluido por las primeras luces de un alba que promete ser luminosa, radiante.  Cuando el día es pleno, descubro que mis pasos me han llevado hasta otra franja de litoral muy diferente. Semeja un virginal paraje de arenas blancas, mar azul alimentado por un río que desemboca calmo en sus aguas. Mis pies descalzos se hunden en la arena y observo a pocos metros de mí a un anciano sentado en un tronco de árbol a la sombra de una palmera; su cuerpo, apenas tapado por una camisa y un pantalón rotos y desgastados de tiempo, es correoso y delgado, encorvado, el rostro curtido por la brisa marina esta adornado por una discreta barba blanca y alberga unos ojos grises acerados que contemplan con fijeza las aguas. Sin mirarme, sé que se ha percatado de mi presencia. Me tumbo en la arena fatigado a escasa distancia de él. Entonces, sin dejar de observar las aguas, me habla.
    -Cuando era niño, mi abuelo, sentado en este mismo trozo de cadáver de árbol en el que estoy, me dijo:
    “Escucha, hijo. Porque solo hay una vida, y tú eres aún un niño, debes entender cuanto antes que todo lo que en ella les sucede a los hombres es igual que este mar que hoy contemplas; el mismo que contemplaron otros antes de nosotros, el mismo que contemplarán otros después de nosotros. El mar es imprevisible. Los marinos han intentado durante siglos leer en sus aguas; pero siempre han acabado siendo sorprendidos. El mar que hoy ves calmo,  puede súbitamente encresparse, y entonces, olas gigantes se forman amenazando todo aquello que está a su alcance. Así, la vida, cuando más plácida se muestra ante ti, puede bruscamente cambiar y sumergir tu existencia en un bucle infernal. La vida, hijo, está llena de personas que no han sabido salir de ese bucle envolvente y asfixiante. Recuerda que después de la tempestad llega la calma”.
    Era un sabio mi abuelo. Las palabras de aquella mañana siguieron latiendo en mi subconsciente, y con frecuencia afloraron en los momentos más turbios e intensos.
    Forastero que llegas aquí, tal vez huyendo de tu pasado, del horror de los hombres, acaso de ti mismo; esta playa de prístinas aguas que ahora contemplas, es el último reducto del Ser. No recalará en ella ningún barco, ninguna barca, ni siquiera una almadía con la que puedas abrigar esperanzas de arribar a otros puertos, otras playas, otras costas. Nadie vendrá.
    Conocí un hombre de mar. El más puro de todos. Digo el más puro, porque fue engendrado en el mar, nació en el mar, y acabó sus días en el mar. Jamás piso tierra. Su historia puede parecer extraña y peculiar; pero, en realidad, la vida de los hombres se desarrolla en un espacio muy reducido; incluso la de los más insignes y viajeros. Todo se reduce a un espacio que, pese a las ansias y deseos de los más audaces vividores, acaba siendo muy concreto. Tanto como el espacio de un velero. Un bergantín como en el que nació el Hombre del Mar.

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