UNA MALETA Y LA LUNA - El Antiguo Cementerio - XXXIV
EL ANTIGUO CEMENTERIO
Una colosal verja de hierro forjado continúa
señoreando la entrada del Antiguo Cementerio de la ciudad. Su sólida estructura
se mantiene en pie, a pesar del estado ruinoso en el que se encuentra el muro que
circunda el camposanto, hasta tal punto afectado que en algunos tramos se ha
vencido abriendo así otras vías de acceso. Por uno de esos espacios entro en el
cementerio. Este lugar se había convertido en punto de
visita turística por la belleza de sus tumbas y panteones; además de diversos
monumentos conmemorativos erigidos en las glorietas donde se entrecruzan las
calles que lo recorren. En los últimos diez años apenas se han realizado
enterramientos. Los primeros se remontan a la creación del cementerio en la
Edad Media. Observo con estupor que no sólo
la ciudad ha cambiado; también el camposanto está más invadido que nunca por
la vegetación. Las madreselvas serpentean
las losas y se abrazan a las pétreas cruces, rodeando también los
solemnes panteones. Lápidas quebradas dejan entrever pútridos restos, mondas
calaveras, fémures solitarios. Como todos los cementerios, huele a humedad y
olvido. El cementerio es siempre una ciudad de sueños truncados. Los seres
humanos hemos querido ver en ellos la última morada de la muerte en un intento
vano de seguir manteniendo un halo de esperanza. Pero, lo cierto es que, aquí
no habita la muerte. La muerte, tan temida, es un proceso breve. En su período
puede ir desde un instante repentino que acaba con la existencia, hasta toda
una vida, si aceptamos que en el mismo momento de nacer comenzamos a morir. Aún
así, en este último caso, una vida es un espacio de tiempo ínfimo; demasiado escaso
para la vanidad del hombre. Por eso pretendemos esa permanencia de la muerte en
los cementerios. Aunque, como he dicho, en ellos no habita la muerte, sino la
nada. Nada que revestimos de esquelas vistosas, flores y otros ornamentos; en
un intento último de no aceptar el vacío. Por eso es tan absurdo el temor de
los seres humanos a la muerte. Algo que sobreviene con prontitud para
volatilizar en un instante lo que hemos sido.
Recuerdo una noche de
adolescencia. Fue en un pequeño pueblo. Nos acercamos inquietos al camposanto
para observar los fuegos fatuos. Una neblina sutil y vaporosa proveniente de
las tumbas se elevaba lentamente rompiendo la oscuridad. Pensé entonces, como
ahora, en la futilidad de la vida.
El frío de la noche penetra en mi carne
como si provocase una profunda herida. Una herida que va más allá y se cierne sobre
el interior. Descansaré en un rincón donde la vegetación no sea tan espesa como
para ocultar extraños entes. Aquí, junto a estas losas, descansaré y soñaré.
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