UNA MALETA Y LA LUNA - XXXVI
Esbelta, de
miembros largos, sinuoso torso que se advierte bajo los transparentes velos, el
negro pelo ligeramente ondulado mecido con delicadeza por la fría brisa
nocturna, viento que se filtra entre las apretadas y rotas tumbas, los pies
descalzos sobre la tierra áspera y negra giran sobre sí mismos y la joven se
aleja invitándome con su mirada felina de negras pupilas y negros iris a
seguirla entre la bruma. Se sienta en una quebrada losa. Observo con más
atención su silueta, esquelética, transparente; difuso arquetipo de juventud
lejana que, a pesar de su imagen decadente me retrotrae allí, al tiempo donde
siempre soplaban en nuestro interior los cálidos vientos del Sur; aunque a
nosotros nos gustase acercarnos al litoral, bien a las solitarias playas, bien
a los quebrados acantilados, para sentir en nuestros imberbes rostros los fríos
vientos del Norte, mucho más enigmáticos, más salvajes, más desafiantes. Fueron
tiempos en que la lluvia mojaba nuestra piel, nuestras ropas; pero nunca
penetraba en el interior; tal vez porque el calor que bullía en los insolentes cuerpos la evaporaba sin piedad. Mal sabíamos entonces que esa
lluvia proveniente de torrentes caídos del cielo, bajo los que cantábamos a la
vida, iría poco a poco calándonos los huesos, metiendo el frío del paso de los
días en el alma. Levanta de nuevo la cabeza y sus ojos me observan entre la
maleza de su pelo revuelto. Parecen decir “Sí, nos conocemos. En otro tiempo fuimos amantes entregados, y mañana
era un adverbio desconocido para nosotros”. No me atrevo a hablarle. Creo
recordarlo. Han pasado tantas lunas. Sí, lunas. Éramos seres nocturnos,
devoradores de cuerpos furtivos que hoy se han perdido para siempre en la noche
de los tiempos. Y la realidad y la ficción se mezclan en una danza confusa e
inacabada; de tal suerte que los deseos y las realidades al correr de los años
se revuelcan en un lodazal de horas perdidas en lo oscuro. Ella sigue sentada
sobre la fría y quebrada losa, ausente, dulce, con un aire amalgamado de
inocencia y crueldad a un tiempo. Es un remedo de un pasado que, por haber sido
tan bello y mágico, sigue negándose a morir en mi interior. ¿Qué es el interior
del ser humano? El homo sapiens egoísta,
pretencioso, ha querido ir más allá, ¿por qué no?, a los áridos parajes
lunares, descifrar las estrellas, en una curiosidad desmesurada, pretensión
vana de desentrañar todo aquello que le rodea; nómada impenitente, viajero
feroz en algunos casos, recorre el mundo descubriendo gentes, culturas, parajes
inhóspitos; pero, todas esas empresas de conocimiento y conquista, aunque desde
un punto de vista global y social puedan ser magnificadas como grandes logros, nada tienen de equiparable al olvidado y gran viaje hacia el interior de uno
mismo; ese que la inmensa mayoría de seres humanos se mueren sin realizar. Tal
vez porque se da por supuesto, quizá porque así nos lo enseñan, que conocemos a
la perfección nuestro Yo interior más puro. Alrededor de la errónea premisa de
un autoconocimiento innato, el hombre hace su vida en un cúmulo de acciones en
su mayoría superfluas. Eso motiva que, cuando tienen lugar los acontecimientos
más importantes y reveladores, se sienta impactado, perdido, desbordado. Porque
no conoce casi nada sobre el misterioso e invisible mundo que late en su
interior. Cuando no conocemos nuestro Yo, tampoco conocemos el entorno y los
acontecimientos que nos circundan; ya que ellos, para nosotros, no son más que la proyección e
interpretación que hacemos de todo lo que sentimos y experimentamos.
Quisiera hablarle, pero las palabras no afloran a mis labios. Sí, está
demacrada, ajada por el inexorable tic tac del reloj invisible que late en las
esferas, pero, a pesar de todo sigue joven, mientras que yo tengo que clavar
los ojos en algún revelador espejo durante largo tiempo para vislumbrar detrás de
mi apariencia madura aquel joven que fui, el que bebía la vida con fruición, en
el tiempo en que ella y yo nos conocimos, nos amamos, nos enfrentamos en el
combate más duro y brutal que puede haber, el de las sábanas blancas, cuando
aún los lechos que frecuentábamos no habían sido enlodados con el pestilente
caldo de la decepción y el olvido. Ella está ahí, sobre la fría y rota losa, sin
reclamar nada, no habla. Espero al menos un gesto, un suspiro sutil que no
llega. Se desdibujaron las horas que pasamos juntos. Intento evocar a la mujer
que fue sin conseguirlo. Comienzo a pensar que tal vez sólo sea una proyección
de las que conocí, las mujeres que amé, las que gocé, las que amé y gocé,
incluso las que deseé y no pude alcanzar jamás. Tal vez sea una manifestación
de todas ellas.
Cuando regreso de mis meditaciones, ya no
está. Sólo queda la fría y rota losa desnuda ante mí. Es el encanto y la
belleza de las horas de juventud, que nunca regresan y, si lo hacen, es para
decirnos que ya no formamos parte de ella.
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