EL CIGARRILLO

 A medio consumir,
en el borde cóncavo del cenicero
que reposa sobre la desnuda mesa,
alberga restos de algún volcán
en sus pequeñas brasas.
Y en cada brizna de ceniza
se van los sueños que jamás contamos,
vestigos últimos de lo que antaño
fueron cadáveres de historias
que nunca asoman a nuestra memoria.

Está ahí, tranquilo,
afrontando su signo resignado,
como un falo que lento se consume
para formar ya parte de la nada.

Todo es silencio en la habitación,
mientras la tenue luz,
colándose silente en la estancia,
anuncia el nacer de un nuevo día.


Alguien se ha olvidado un cigarrillo
en la mesa triste de los domingos.
La tierra alberga cientos de colillas
huérfanas del abrazo de las bocas
que en otro tiempo las rodeaban.


Y un filtro manchado de carmín
nos habla de una noche muy lejana
en cualquier habitación antigua
donde paramos las horas y aún reside
aquel instante ardiente y desolado
en que pasión y juventud querían
ser eternos, salvajes, exiliados
del mundo de los vivos y la nada.

Como entonces, a medio consumir,
allí, sobre el callado cenicero,
en la desierta mesa del ayer
arde el cigarro solitario;
y su crepitar inapreciable
parece invadir el intelecto,
mientras una sombra femenina,
en la fría pared ajada por las horas
se dibuja fugaz
entre la tenue luz y el débil humo
que asciende lentamente hacia el olvido.
Pintura de Julio Mariñas (Tratada por ordenador)

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