UNA MALETA Y LA LUNA - XIII
Una calma súbita hace que el silencio del
salón se vuelva espeso. Tal vez sólo sea un mal sueño. Acaso aún este durmiendo
en la cama y todo lo que ha sucedido, desde que a mis oídos llegó el estruendo
de los golpes que la dueña de la pensión daba en la puerta de la habitación
hasta ahora, no sea más que una pesadilla. ¿Cómo diferenciar los sueños de la
realidad? Cualquier situación determinada es susceptible de ser soñada. Pero
aunque así sea, no conocemos su verdadera naturaleza hasta que despertamos. ¿Y
si no hay un despertar? Viendo los hieráticos cadáveres de mis compañeros de
tertulia, vuelve a mi mente con nitidez inusitada la primera vez que me
recibieron en su grupo y algunas de las cosas que se mencionaron entonces.
-¿Cuál es la aspiración de todo ser humano,
llamémosle… de bien?
-La justicia.
-Es muy posible, Doctor. Pero para llegar a
ella necesitamos otro concepto mucho más complejo.
-¿Cuál? Abogado.
-La verdad.
-La verdad es siempre poliédrica y tiene
infinitas aristas; muy al contrario de lo que nos han querido hacer creer.
-No lo pongo en duda, Poeta. Además, su
arte es un poco eso; decorar la verdad con metáforas, aliteraciones,
prosopopeyas, etc.
-Yo diría que, más que eso, la Poesía es un
mosaico de infinitas aspiraciones, de infinitos sueños, de infinitas posibles
realidades…
-Ya está haciendo poesía. Pero el orden
social no puede sustentarse con la lírica.
-¿Ah, no? Entonces en que diría usted que
debe sustentarse, Señor Director.
-En una serie de premisas tomadas por ciertas;
pero no necesariamente ciertas.
-Vamos, castillos en el aire.
-Claro, Poeta. ¿Por qué cree usted que la
civilización es tan inestable y siempre está en conflicto?
-Dígamelo usted, Señor Director.
-Por esa condición de sustentarse en unas
premisas que, según la época y las circunstancias, considera más convenientes
para su desarrollo; pero nunca son verdaderas. Porque nadie sabe dónde está la
realidad; en el supuesto de que exista alguna realidad o realidades.
-Creo, señores, que el gran error del homo
sapiens es haber creado un mundo artificial cada vez más alejado de su esencia
primigenia.
-Según usted, Doctor, deberíamos seguir en
las cavernas.
-No es eso, Abogado. Simplemente deberíamos
haber respetado el entorno que hizo posible nuestra existencia y a los animales
compañeros de camino.
-Eso ahora es irreversible.
-Sin duda, Poeta.
La naturaleza tiene un sistema de
autorregulación asombrosa. De tal manera que, el predador opera preferentemente
sobre las presas enfermas o con taras, regulando así las especies y
estableciendo una selección. Sin embargo, el hombre abate al mejor ejemplar de
ciervo que posee la mayor cornamenta y al león macho más corpulento y de melena
más exuberante; dejando los individuos peor dotados y empobreciendo las especies.
-En eso lleva razón el Doctor. Algunos
naturalistas que estudiaban el bosque cercano a mi casa de verano, dijeron que
el problema que teníamos en la zona con los ratones y ratas, era que se habían
exterminado por parte del hombre sus enemigos naturales; las aves de presa,
como azores y cernícalos, y mustélidos como la comadreja y el hurón.
-Me asombra sus conocimientos en la
materia, Abogado.
-La abogacía no está reñida con otras
facetas, Señor Director.
-No deja de ser irónico, el hombre esquilma
los bosques, para después construir parques artificiales en las ciudades.
-Cierto, Poeta. A mí los
parques siempre me han parecido reductos carcelarios para algunos pobres
pajarillos y, en los mejores casos, algunas ardillas juguetonas. Una tristeza.
-Es lo que tenemos, Doctor. Para
consolarnos, hacemos senderismo.
-Los parques urbanos son el consuelo de
nuestros niños y nuestros ancianos.
-Sí, no lo dudo. Y en algunos casos también
para los poetas como usted y… no los olvide… para los amantes.
-Tengo que confesar que en algún momento
hice versos en un rincón perdido de un parque. Pero, en lo que respecta a los
amantes, hoy el asunto amoroso ha cambiado mucho. Ya saben ustedes; los medios
de comunicación como internet causan furor. Y esto no ha hecho más que empezar.
-En eso lleva razón el Poeta. Los nuevos
ídolos de adoración acabarán siendo los teléfonos móviles en todas sus
variantes.
-Cierto, Señor Director. Pero yo, aunque
por mi trabajo en el bufete me veo abocado a utilizar esos artefactos
profanadores de espacio y de tiempo vital; fuera de mi trabajo en la abogacía,
procuro usarlos lo menos posible.
-Nosotros tenemos cierta edad. Pero, aquí
el joven, es posible que no opine igual.
-Creo que el problema nunca está en el
objeto. Sea un teléfono o un martillo. La cuestión es quién lo usa y cómo lo
usa. Los humanos tenemos la mala costumbre de culpar a los demás o a los agentes
externos, de los problemas que surgen en nuestras vidas.
-Este joven me gusta.
-Gracias, Abogado. Espero no gustarle tanto
como para que no sea crítico conmigo y me obligue a pensar.
-¡Ja, ja! Maravillosa la ocurrencia, joven.
Abogado, touché.
Aquella primera tertulia coincidió con un
momento de mi vida denso, en el que las crisis existenciales aunaban rebeldía,
romanticismo y filosofía a la vez. Por supuesto que no me atreví a llevar la
conversación hacia el terreno personal. No porque el hecho de ser primerizo como
tertuliano. Simplemente no ha sido nunca mi estilo. Pero la charla sobre
parques me tocó profundamente. En aquel
tiempo visitaba con frecuencia un parque del centro de la ciudad. El más
grande. Aunque quedaba en el interior de la urbe, lejos de la casa de mis
padres, donde entonces vivía, junto al mar; lo hacía porque, desde que la había
visto por casualidad cerca del paseo de magnolios en flor, no podía quitármela
del pensamiento. Me pareció tan sensual con su media melena ensortijada y
caminando sus sinuosas formas de un modo desenfadado, libre de rigidez, de pose
y, sin embargo, profundamente atractiva. Nunca llegué a hablar con ella. Jamás
me atreví. Tendría unos treinta años y paseaba muchas veces sola y en algunas
ocasiones con un niño de unos cinco años que podría ser su hijo, su hermano o
su sobrino. El hecho tan doloroso para mí entonces de nunca haber sido capaz
de hablarle; hoy, al evocarlo, me reconforta porque, sólo así, a pesar de todos
los años transcurridos, ella sigue conservando en mi memoria ese magnetismo que
atesoraba cada vez que la veía en el parque. Nunca la vi en otro lugar. Así, su
imagen quedó en mi retina para siempre ligada a aquel paseo de magnolios en
flor. Porque las cosas soñadas, pero no vividas en su desarrollo, nunca mueren.
Y mujeres como ella, permanece siempre jóvenes en el recuerdo. Hoy, si vive,
será una señora de sesenta años o más; y poco quedará de la joven enigmática y
sensual del parque.
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