RELATOS ROTOS - XXV - LA VERDAD

    Sucedió hace algún tiempo.   
    Estaba en medio del camino de tierra; la luz de la luna llena incidía en su putrefacto cuerpo apenas cubierto por harapos; con sus dientes irregulares y oscuros devoraba con avidez un vientre abierto; vísceras revueltas, sangre medio coagulada; el sonido viscoso de las mandíbulas al cerrarse sobre los restos, rompía el silencio de la noche. Detuvo un instante su manjar para girar la cabeza cadavérica, rostro demacrado con restos de carne desprendidos, y fijar su mirada en mí; ojos saltones de un brillo afilado; las huesudas manos quedaron suspendidas en la trayectoria de llevarse más comida a la boca. Gutural, cavernoso, un profundo sonido manando de su interior, anego el ambiente del solitario camino. Bajo las copas de los árboles cercanos comenzaron a salir otros espectros babeantes. Todos se abalanzaron sobre los restos en una orgía de voracidad sin límites. Mientras esto sucedía, alguien cuya pulcritud destacaba ante tanta miseria, fumaba tranquilamente recostado en unas rocas cercanas. Entonces, habló.
    -¿Le sorprende?
    -No… sé…
    -Somos una democracia. Hemos decidido devorar a la Verdad.
    -¿La Verdad?
   -Sí. Pero ¿sabe? No tiene fin. Así que, noche tras noche, mis lacayos comen y comen de las vísceras de la Verdad. Al menos, si no podemos acabar con ella, sí evitamos que se levante y pueda hablar.
    -Pero…
    -No se preocupe. Sólo comen Verdad. Usted no nos interesa para nada. Ya me he enterado que es un creador. ¡Pobre infeliz! La literatura, la música, el arte en general, hace mucho tiempo que murió. ¿Para qué me voy a molestar en enviar a mis lacayos contra usted? Ya no es nada. Un simple vagabundo de los caminos. Nadie le creería si contara lo que está viendo en esta noche. Imagínese que les dice “Están devorando a la Verdad”. No es el único que lo ha visto. Son pocos, pero otros lo han hecho antes que usted. Llevamos mucho tiempo devorando a la Verdad. No nos interesa que campe libremente a sus anchas por el mundo diurno.
    Continué mi camino, ignorado por aquella horda devoradora de unas vísceras que parecían interminables. El hombre sentado en la roca quedó disfrutando de su cigarro sin reparar más en mí.

    Después, amaneció. Un sol espléndido filtró sus rayos por la ventana. Desde entonces, el sonido de las mandíbulas cerrándose sobre los restos de la Verdad, me acompaña sin cesar; tal vez como un recordatorio de la amenaza que late en las sombras del camino.


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