LA SOBERBIA Y LA HIPOCRESÍA - LA HUMILDAD Y LA SINCERIDAD
En primer lugar, sería conveniente
exponer las definiciones de las dos “grandes virtudes” que han llevado al ser
humano del siglo XXI a las más altas cotas de aborregamiento y estupidez.
SOBERBIA - Altivez y apetito
desordenado de ser preferido a otros.
Satisfacción y envanecimiento por la
contemplación de las propias prendas con menosprecio de los demás.
HIPOCRESIA - Fingimiento de
cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o
experimentan.
El problema fundamental es que ambas cualidades se han hecho tan comunes
que, a fuerza de asistir a sus manifestaciones, hemos sufrido una suerte de
anestesiamiento de los sentidos que provoca una falta de reacción ante todo tipo
de palabras, gestos y acciones que llevan implícitas la soberbia y la
hipocresía.
Si bien la soberbia es un mal bastante enraizado en la historia de la
humanidad; antes el envanecimiento era propio de las altas esferas y de algunas
personas con gran relevancia social. Hoy la cosa se ha extendido peligrosamente
a todos los estratos de la sociedad. Parece ser que lo importante es focalizar
la atención de los demás para bañar nuestro ego.
Los que pretendemos que nuestros escritos o nuestras composiciones
lleguen a la gente, no tenemos más remedio que exponer nuestra imagen al juicio
de los demás.
Ante eso, hay un gran número de personas que simplemente pretender
focalizar la atención en su persona a través de acciones ajenas a la creación.
Hoy, un video de unos segundos de cualquier anónimo realizando ante la
cámara un gesto posible de hacer por cualquiera de nosotros, puede superar sin
dificultad en visitas a cualquier video de o sobre los grandes como Beethoven,
Mozart, Sinatra, Aznavour, Miles Davis, Louis Amstrong, Queem, Albert Camus,
Dante Alighieri y otros.
La soberbia, ese apetito desordenado, ha llevado al envanecimiento de
las gentes que, cada vez, salvo honrosas excepciones, se inclinan más por el
impacto visual y el gesto mediocre, despreciando las grandes manifestaciones
culturas elaboradas y que requieren una atención mayor a un par de minutos.
A pesar de lo grave de la situación, esto sería relativamente
comprensible sino fuese acompañado de un alto grado de hipocresía. Por seguir
los valores y los cánones de lo políticamente correcto que se han establecido,
se comienza a fingir sentimientos contrarios a los que verdaderamente se
experimentan. Porque, adoctrinados por un sistema cuidado hasta el milímetro
para que pensemos lo menos posible, un temor no reflexionado lleva a muchas
personas a adoptar el camino fácil.
Pero estas líneas no pretenden ser una crítica a una sociedad enferma de
soberbia e hipocresía. Sino una invitación a la reflexión. Nunca el ser humano
ha estado tan solo creyéndose acompañado. Recuperar la visión general del mundo
que nos ha tocado vivir sólo es posible
a través de una profunda meditación sobre lo que hemos hecho con nuestras
vidas.
La red es un maravilloso mosaico sin el cual, probablemente la mayoría
de la gente que lo hace, no hubiese escuchado nunca algo de mi música o leído algunos de mis
textos. Sin ella no hubiese podido conocer el trabajo de creadores e
intérpretes interesantes. Pero ¿hasta qué punto esto es una realidad en el
sentido estricto de la palabra?
¿Se puede conocer París, Roma, Venecia, Milán, Pompeya, Londres, Madrid,
Barcelona, Galicia, Asturias o un largo etcétera, a través de hermosas fotos en
la red sin haber estado allí?
¿Es posible captar la esencia de la representación operística a través
de la red sin haber asistido al teatro y sentir el aroma de la tramoya, la
belleza de la voz y los sonidos instrumentales en directo?
Si entendemos internet como vehículo y no fin, seguramente estaremos
haciendo un buen uso de él. Si comprendemos que el tacto de la piel y el aroma de
bosques y mares es imposible de ser captado por ninguna pantalla, habremos dado
un paso de gigante para volver a la realidad.
Es tan fácil ser soberbio e hipócrita cuando uno vive amparado en un
entramado de humo.
El hecho de ir a encontrarse con alguien, ir al cine, al teatro, coger
un libro y deslizar las manos en sus cubiertas y sus páginas, pasear a la orilla
del mar o entre los árboles, jamás podrá ser sustituido por nada.
Es preciso un regreso a la humildad y la sinceridad. Esa que perdimos un
buen día apoyados por una sociedad que nos instó a ser todos guapos,
inteligentes, simpáticos, sociables e ingeniosos.
Frente a la soberbia banal, la humildad de quien forja su trabajo a
golpe de noches de insomnio y sudor. Frente a la hipocresía, la sinceridad,
para con nosotros mismos aprendiendo a saber quién somos y nuestras
limitaciones, y para con los demás, diciéndoles “Soy esto”, nada más y nada
menos; con mis defectos y virtudes, con mis tristezas y alegrías, con la
seguridad de que quiero mirar al horizonte antes que a una pantalla sin alma,
quiero nadar en el mar antes que sumergirme en un batiburrillo de ideas sin
esencia, quiero que tú, que me lees detrás de esta pantalla, sepas que soy un
ser humano.
Cuando me vi por primera vez ante la Victoria de Samotracia en el museo
del Louvre las lágrimas humedecieron mis ojos, cuando pise las playas de
Normandía o las calles de Pompeya sentí las historia dentro de mí, cuando vi
atardecer en Place de la Concorde en París, comprendí que era muy pequeño ante la
grandiosidad de la tierra y muy grande porque podía sentir toda la intensidad
de vivir sobre mí.
El mundo seguirá girando, nosotros pasaremos. Un día ya no amanece. El
tiempo es el juez implacable que pone a todos en su lugar. Es una pena que
nuestras vidas sean tan cortas como para poder contemplar la permanencia de lo
puro, intenso y bello; y el desvanecimiento de las banalidades pasajeras basadas en la soberbia y la hipocresía más liviana y simple.
Algún día, volverá a amanecer. Ninguno de los que hoy paseamos por estas
líneas existiremos ya. Pero un atardecer luminoso anunciará que, si bien los
tiempos cambian, la esencia de lo bello vive eternamente.
FOTO DE JULIO MARIÑAS |
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