CONVERSACIONES CON SENIA (IV) - HORAS MUERTAS


    -Todo día tiene fragmentos de tiempo que son propicios para la soledad. ¿No crees, Senia?
    -No sé muy bien a qué te refieres.
    -Solía llamarles Horas Muertas. Aunque, en realidad, no son horas. Dependiendo del lugar, la época del año y otros muchos factores, pueden ser segundos, minutos…
    -Así que, fragmentos de tiempo propicios para la soledad. Cuando escucho, Horas Muertas, me suena a momentos vacíos, sin intensidad, decadentes.
    -Podría ser, Senia. Pero no me refiero la acepción habitual del término. Sino a esos instantes que dejan al ser humano por unos momentos sólo, e incluso indefenso. Imagínate, en una ciudad de clima mediterráneo en verano, el tiempo que va desde que la mayoría de la gente se retira a sus casas o a los restaurantes para comer, hasta que las calles se empiezan a llenar de nuevo porque vuelven a sus trabajos o simplemente a pasear. ¿Nunca has tenido esa sensación?
    -No de ese modo.
    -Es verano, son las dos del mediodía, tu paseo por la ciudad que visitas te ha llevado sin quererlo a una zona suburbial, las calles están desiertas. Caminas y no ves a nadie, pero notas que hay ojos que te ven. O si, ves a alguien de aspecto siniestro e intimidatorio.
    -Kafkiano.
    -Es posible, Senia. La gente cree que el peligro está en la noche cerrada o en el bullicio de zonas caóticas. Pero, el peligro está en esas Horas Muertas, cuando más confiado está uno. Incluso, puedes estar en tu casa. No pasa nada. Un día normal. De pronto, algo sucede. Un malestar repentino. Algún síntoma preocupante. A mi, todas las cosas que me han sucedido han ocurrido en esas Horas Muertas.
    -¿Y te han pasado muchas?
    -Unas cuantas. Mejor olvidarlas.
    -La verdad es que, pensándolo bien, es una tranquila mañana cualquiera cuando se despierta Gregorio Samsa y tiene lugar la Metamorfosis de Kafka. Y en el Proceso, Josef K. comienza una mañana aparentemente normal y todo se complica.
    -Si, en una de esas Horas Muertas. Cuando más confiado estás y eres más vulnerable.
    -Ahora te entiendo, Julio. Estás solo. Todo parece ir bien, y no es así.
    ¿Y hoy qué?
    -El mar encrespado, la playa desierta. ¿No la has ido a ver, Senia?
    -No. Sabes que yo siempre estoy aquí, a la orilla de río.
    -Un día te vengo a buscar…
    -Es posible. Tal vez un día…
    -Eres tan bella bajo la luz tenue en esta noche inquieta y propicia al desencanto.
    -Tal vez nunca vaya contigo a esa playa. No lo sé. Pero, sabes que siempre estaré aquí, a la orilla del río. Baje caudaloso y arrollador, o suave y sin apenas agua.
    -A veces tengo miedo que no estés. Abandono mi casa siempre al atardecer y, mientras camino esos cientos de metros que me llevan a este rincón solitario, no deja de acompañarme el leve temor a que un día no estés.
    Senia me mira fijamente. Sus ojos tiene la frescura de la edad en que la vida es un calidoscopio de sensaciones. Pero, a la vez, su mirada contiene una madurez extraña. Siempre me pregunto si esta mujer no será fruto de mi imaginación. Espero que no.
    -¡Mira, mira!
    -¿Qué, Senia?
    Señala con su delicada mano un árbol cercano, apenas alumbrado por las farolas.
    -En la rama del árbol.
    Arrima su mejilla a la mía y, cuando hace una y otra vez el gesto de señalar hacia el árbol, es como una caricia, bálsamo para mi piel curtida.
    -Ya lo veo. Un Búho.
    -Si. Se acaba de posar. Nos observa.
    Senia enrosca su brazo alrededor del mío y la noche parece mucho menos incierta junto a ella.

FOTO DE JULIO MARIÑAS

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