UNA MALETA Y LA LUNA - VI
A medida que me alejo de la casa por un
estrecho sendero de tierra, las voces de los que hasta hace unos instantes
conversaban conmigo se van diluyendo y cobra intensidad el rumor del mar en los
acantilados cercanos. El aroma de la brisa marina, ese sutil olor que tiene
algo de pureza, de frescor y libertad, me ha traído a la memoria el recuerdo de
otros tiempos. Entonces todo era mucho más sencillo, o al menos lo parecía.
Fueron tiempos de desencanto. Aquellos momentos están vívidos en mí a pesar de
las décadas transcurridas. Porque el desencanto no tiene que ser especialmente
lesivo para el ser humano. Fue un tiempo lleno de vida. Una vida parcial,
exaltación del Yo Existencial. Entonces me sentía como un médano en el desierto
bullicioso que era la ciudad. El asfalto tiene algo de lesivo, de antinatural.
El verde intenta brotar en los resquicios que no han podido ser cubiertos;
allí, por donde respira la tierra; lo hace clandestino, sabedor de que las
máquinas volverán a cortarlo si se deja ver demasiado. Así era yo entonces;
clandestino, irreverente, despegado de los preceptos largamente establecidos. Esta
brisa me ha vuelto a recordar aquel tiempo. El mismo olor que percibía cuando,
al amanecer, después de haber cerrado el último bar, caminaba meditando junto a
la orilla del mar; mientras algunos marineros recogían su redes y otros se
hacían con sus barcos a la mar trazando sutilmente estelas en las aguas calmas,
como no queriendo herir en demasía el azul. Pero fue hace mucho tiempo. Tanto,
que la realidad y los sueños se han ido mezclando en aquella época ya vencida.
En esta costa agreste y escarpada, la
ciudad que me vio nacer, donde ha trascurrido la mayor parte de mi existencia,
se me antoja un remanso de paz. Más allá de los acantilados, el sol comienza a
morir en el horizonte, mientras las numerosas gaviotas vuelan cercanas al
abismo como queriendo aprehender alguna esencia del día que se acaba; esencia desconocida
por los hombres. Aunque desde nuestro egocentrismo desmesurado los seres
humanos vemos a los animales muy inferiores a nosotros en todos los aspectos
cognitivos; siempre he pensado que muchos de ellos, desde la perspectiva que les da su visión, reciben otras impresiones que, si pudiésemos
compartir, serían muy enriquecedoras. Vuelvo la vista atrás y observo la
mansión de la Señora Asunción solitaria recortándose en un horizonte de paisaje
árido que presiente un Sur caluroso. Por el Camino del Sur dicen que se
perdieron muchas gentes de este lugar. Sobre todo los desesperados, los
solitarios, los desahuciados, los que ya no esperanban nada de la vida. Se
internaron en la aridez hiriente del Sur todos aquellos infelices que no fueron
capaces de terminar con su existencia precipitando su cuerpo por los
acantilados. Prosigo mi camino hacia el Norte, mientras el sol sigue muriendo
en el horizonte marino, cada vez más encendido de tonalidades oscuras y
profundas.
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