ATARDECER

     En una eternidad vacía y rota, inmenso piélago de nada y desconcierto, allí donde gravitan las esferas, flota el viento que azota las áridas llanuras del pensamiento. Lleva consigo el quejumbroso canto de las misteriosas jóvenes que habitan los frondosos bosques donde juega el tiempo. A la vuelta del camino, una tarde, cuando el sol moría en las montañas, escuché sus envolventes melodías en el sendero que conduce al solitario páramo salpicado de cipreses cuyas copas se muestran petrificadas en sinuosas formas de agónicos contornos. Desde entonces, las lágrimas que de mis ojos brotaron, han quedado suspendidas en el tiempo y, cada atardecer, cuando  un nuevo solo mueve en el horizonte, escucho esos lejanos cantos que abrazan el alma y sus misterios.


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