RELATOS ROTOS - IV - EL DESCONOCIDO
Llegó una fría mañana de otoño
quebrando con su paso lento y cansado algunas de las hojas secas del camino.
Las gentes lo miraban extrañadas y hacían el silencio a su paso. Entró en el
bar de Natalia con gesto inexpresivo y la boca entreabierta -apenas perceptible
a causa de la poblada barba- por un cansancio acumulado durante años.
-¿Qué va a tomar?
-No tengo dinero –su voz sonó hueca y rasgada, susurrante.
-Pues empezamos bien.
-Yo te pago lo que tome –dijo un anciano enjuto sin levantar la vista
del vaso de vino; como si en el rojo líquido residiera el misterio de la vida
aún sin resolver.
- Estás muy generoso hoy, Anselmo.
Ya has oído, forastero.
-Un bocadillo de lo que sea y un café con leche bien caliente.
-¿Queso?
-Queso está bien.
Aunque la primera impresión fue que podía estar hambriento, no lo parecía a juzgar por la lentitud con que
comía. Lo hacía con pausa, saboreando cada bocado. A pesar de su corpulencia,
el abrigo le quedaba grande y apenas asomaban unas manos fuertes por las
mangas.
-Gracias –dijo dirigiendo una mirada al anciano; y después se fue.
-¡Joder, Anselmo, en mi vida me había ocurrido una cosa igual! ¿Has
visto que tío más raro?
-Es lo que tiene no haber salido nunca del pueblo, Natalia. No te
preocupes, tienes sólo cuarenta años. Aún te pueden ocurrir muchas cosas.
Pensó seguir caminando y abandonar el pueblo; pero el fuerte viento que
se levantó repentinamente le hizo pensárselo mejor. La marquesina de una parada
de autobús lo protegió levemente del temporal.
Mientras, en el bar, Natalia recibía otra visita. Del coche que aparcó
justo delante del local descendieron dos hombres jóvenes enguantados e impecablemente
vestidos con trajes negros; sobre los cuello cisne, unas mandíbulas cuadradas y
caras de pocos amigos.
-Buscamos a un hombre que no es de este pueblo.
-Ya. ¿Y…?
-Un hombre que camina cuarenta kilómetros hasta el pueblo más cercano,
forzosamente tiene que llegar a un bar para reponer fuerzas.
-No entiendo muy bien la historia que me está contando.
-¿Tú has visto algo, viejo?
-No me gustan los cuervos. ¡Croa, Croa!
En un gesto ágil, uno de los hombres se aproximó a Anselmo cogiéndolo
del cuello. El vaso de vino rodó por la mesa hasta estrellarse contra el suelo.
Pero algo interrumpió su acción. La poderosa y cansada silueta del
desconocido se alzaba en el umbral de la puerta del bar.
Después se pelearon con violencia.
Mientras el más bajo y corpulento soltaba el cuello del anciano, el más
alto y ágil, abalanzándose sobre el
desconocido, intentó derribarlo con una patada lateral. Una leve rotación de
torso con el mínimo esfuerzo, le basto al desconocido para quedar fuera del
alcance del pie del agresor que acabó rompiendo el cristal de la puerta de
entrada al bar y clavándoselo. Un contundente golpe de codo descendente sobre
la rodilla de la pierna estirada quebró la extremidad haciendo proferir al
hombre gritos de dolor. Mientras, el otro individuo se abalanzó sobre el desconocido
impactando su cabeza contra el pecho y consiguiendo que los dos cayesen sobre
una mesa. El desconocido, con el mismo impulso generado por el movimiento de
levantarse, lanzó un crochet de corta distancia que impactó en la mandíbula del
segundo atacante a medio levantar, dejándolo fuera de combate.
Todo sucedió tan rápido, que Natalia y Anselmo no habían tenido tiempo
de moverse de sus respectivos sitios. Desconcertados, observaron la escena con
cierta intranquilidad.
-Lo siento.
-Tendré que llamar a la policía.
-Sí, debe hacerlo. Son peligrosos.
-¿Y usted?
-Me voy. Gracias por todo.
Mientras Natalia llamaba por teléfono y Anselmo volvía a servirse otro
vaso de vino para sumergir de nuevo su cansada mirada en el líquido elemento,
el desconocido abandonó el lugar. Fuera, el temporal había amainado. Mientras
las gentes del pueblo se agolpaban a las puertas del bar de Natalia y los
policías hacían acto de presencia, se fue por el sendero que lleva al bosque,
pisando esta vez el barro formado por la lluvia, para perderse entre los
árboles.
Si alguien hubiese podido verlo, no observaría nada a su alrededor. Pero
seguro que una miríada de fantasmas y sombras lo seguían silentes, unos más
cerca, otros más alejados. Tal vez para volver a manifestarse algunos de ellos
cuando el solitario caminante llegase a un nuevo lugar habitado y, por unos
instantes, hiciese algo tan humano como alimentarse para no desfallecer
definitivamente. Pero mientras, prosiguió su marcha por el bosque cada vez más
espeso e incierto.
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