LA SIMPLIFICACIÓN ENTRE BUENOS Y MALOS

 



    Cuando era niño tuve la oportunidad de disfrutar de muchas de las películas que proyectaban en los dos cines que entonces había en el barrio del Calvario. En los años setenta estaban abiertos en la ciudad de Vigo -que no llegaba a los 200.000 habitantes- más de veinte cines. Hoy ya no queda ninguno de aquellos antiguos templos generadores de sueños e ilusiones. Hasta los más importantes han sido aniquilados, como otras tantas cosas históricas que formaban parte de lo que un día fue una bella ciudad emplazada en un lugar idílico. Parece ser, en vista de lo acontecido en los últimos cuarenta años en Vigo, que el progreso implica arrasar con todo aquello que contenga parte de la esencia del pasado; en lugar de transformar o adaptar los lugares con historia para que permanezcan en el tiempo como testimonio de lo que fue. Y en el caso de Vigo, además, progreso ha significado cerrar el mar lo máximo posible a la visión y el disfrute de los habitantes de la ciudad.

    Hablaba de aquellos programas dobles de sesión continua, en los que podía ver películas de todo tipo. “Una de risa”, es decir, una comedia; “una del vaqueros”, es decir, un western; “una de miedo”, es decir, una de terror; “una de policías”, es decir, una de cine negro; de artes marciales, musicales, etc. Y en ese batiburrillo de imágenes, palabras y músicas, se mecieron mis sueños y se abrieron horizontes impensables fuera de la rutina del barrio; rutina por otro lado maravillosa, en la que los niños pasábamos el tiempo en las calles, muchas sin asfaltar, saltando muros, metiéndonos en casas siniestras y batallando a terronazo limpio. Vamos, que, “el más tirillas” de la pandilla, sería un niño asilvestrado y correoso comparado con la mayoría de los niños de ciudad de las generaciones posteriores. En la infancia, mi valoración de cada película que veía se reducía simplemente a: si me gustaba mucho, me gustaba o simplemente me aburría. Aunque después, al correr del tiempo, volviendo a ver muchas de aquellas películas, descubrí que algunas eran obras maestras, otras eran buenas películas y las había también muy malas; este último orden no siempre coincidía con el anterior, relativo a mi percepción de infancia. Era norma general, sobre todo en los westerns, que dentro de los personajes principales estuviese el “chico de la película”, “la chica” y “el malo”. Y, generalmente, cuanto peores era las películas, más definidos estaban estos estereotipos de personajes. Pasados los años entendí, que ni el malo era tan malo, ni el bueno era tan bueno; sino que cada uno tenía sus motivaciones y, todo aquello que, en un principio, se reducía a buenos y malos, había adquirido muchos matices en mi forma de verlo. Unos sutiles detalles que, de niño no podía advertir; dados mis pocos conocimientos intelectuales y, sobre todo, vivenciales.

    Toda esta introducción viene a cuento porque creo que, la simplificación entre buenos y malos que se daba en aquellos westerns y otros géneros cinematográficos, es extrapolable a la que se ha instaurado en la sociedad actual; con la salvedad de que, en la actualidad no hay un bueno y un malo bien definidos; sino que, hay muchos que para unos son buenos y para otros son malos, y muchos que, para unos son malos y para otros son buenos; y esos buenos y malos para unos, y malos y buenos para otros, se entremezclan entre sí en una suerte de disparate de dimensiones descomunales que ha convertido el panorama social en una especie de camarote de los Hermanos Marx en el cual, ya no se sabe quién entra y quién sale, quién está o quién no está, quién va a llegar o quién no va a llegar, quién es responsable y quién no, ni lo que sucede dentro o fuera del habitáculo inmenso pero constreñido que son las clases dirigentes de la sociedad. Concretando; la forma más simplista de buenos y malos se ha aceptado como premisa para todo lo que mueve a las instituciones –políticas o cuasi políticas- y, por ende, a la colectividad, en un radicalismo de posturas enfrentadas que no tienen fin. Si eres de esto no eres de lo otro, si eres de aquí no eres de allá, si eres diferente no eres de los míos. Cualquier sombra de duda que se plantee al hablar sobre una cuestión, puede convertir a quien la profiere en un apestado para gran parte de la sociedad. Infantilismo en estado puro que señorea un sistema creador de individuos planos, cada vez con menos matices, faltos de lucidez intelectual y, sobre todo, de empatía emocional.

    Los seres humanos siempre pensamos, en nuestra vanidad, que lo que nos pasa individual o colectivamente es muy importante, que el momento histórico que atravesamos es el más crucial y relevante de la historia. Pero, esa forma de ver la vida no es más que un espejismo provocado por nuestra soberbia. En todas las épocas ha habido pandemias. En el año 541, se inició una peste que enfermó al propio emperador Justiniano, causó la muerte al cuarenta por ciento de la población de Constantinopla y a cuatro millones de personas en todo el Imperio de Bizancio. En el siglo XIV, la peste negra o bubónica, que hasta siglos después no se supo que estaba ocasionada por las ratas, mató a más de la mitad de la población de Europa. La viruela, especialmente en el siglo XVIII, acabó con la vida y desfiguró a millones de personas. La gripe española a principios del pasado siglo XX, causó muchas muertes en todo el mundo. En los años ochenta del siglo pasado fue el SIDA el que provocó gran número de muertes. Otras pandemias han azotado a la humanidad en mayor o menor grado.

    En la actualidad vivimos un momento muy dramático; pero, como todo, pasará.

    No obstante, en anteriores pandemias, la ciencia y la medicina no habían llegado a un estado tan avanzado de desarrollo como disfrutamos hoy. Por eso, científicos y sanitarios deberían tener al alcance todos los medios necesarios que les permitan realizar su labor, que es esencial para preservar el único bien real que los humanos deberíamos considerar por encima de cualquier otra cosa; la salud. Sin embargo, contemplo asombrado como, los científicos y médicos dicen una cosa, y muchos dirigentes y demasiados ciudadanos toman la dirección contraria en sus consignas y actitudes. Es como si unos cocineros nos diesen los ingredientes mágicos para una receta maravillosa y nos explicasen como hacerla, y nosotros cogiésemos sus materiales y sus enseñanzas y los mezclásemos con productos nocivos elaborando la receta de otra manera y conformando un veneno.

    Esto es un absoluto desvarío. Cuando oigo que hay que establecer un equilibrio entre economía y salud, se me ponen los pelos como escarpias; porque intuyo lo que quieren decir con economía; y no debe ser precisamente la de las pequeñas empresas que han cerrado o la de la gente que se ha quedado sin trabajo; sino, más bien, una economía a nivel general en la que salgan las cuentas y sigamos viviendo en un bienestar ficticio que sólo beneficia a unos “elegidos”. A los familiares de los que han muerto o han enfermado con graves secuelas, la palabra economía les debe sonar a música infernal.

    Para empezar, ya que parece que estamos todos de acuerdo en que esto es global; en lo que a nosotros nos atañe, tanto a nivel de Europa, como de España; deberían ser unos científicos en representación de todos los científicos y unos médicos en representación de todos los médicos, los que hablasen en público a Europa y a España; para explicar las conclusiones a las que, como expertos han llegado en cada momento. Y no que salgan los políticos a explicarnos como están las investigaciones, como está la situación en los hospitales; diciéndonos, como si fuesen unos mediadores malos (porque además se explican mal y cada pocos días sacan una versión diferente) lo que han dicho los científicos y los médicos; hablando de un modo paternalista, como si los ciudadanos fuésemos imbéciles. Mientras, a los científicos y médicos, la mayoría de las veces, los han reducido a salir en los programas de la televisión, y poco más.

    Bueno, pues así nos va.

    Y si éramos pocos… nuestros dirigentes que, por edad y/o por posición social, en su mayoría no han crecido viendo películas en los cines de barrio ni viviendo en las calles; sin embargo, paradójicamente, juegan al bueno y el malo cuando ya no tienen años para ello, como si estuvieran en un patio de colegio digital, y hablan de lo que es mejor o peor para los ciudadanos de a pie, como si supiesen verdaderamente lo que es ser un ciudadano de a pie de clase media o baja. Desde luego, a los pocos que lo sabían, se les ha olvidado.

    Ahora que la sociedad ya ha conseguido que los informativos no se abran con una noticia cultural, científica o de sucesos que afectan al día a día de los ciudadanos; los dirigentes saben que van a ser ellos los que van a abrir las noticias muy fácilmente, tan solo tienen que mear un poquito fuera del tiesto y ya son prime time en los diferentes portales y salen infinidad de veces a lo largo del día en los programas de análisis político. Así -todos culpables, todos responsables-, alimentamos al monstruo en una película que, lamentablemente, es más real de lo que parece y trae siempre nefastas consecuencias. Pero esta película es aún más mala que la película de vaqueros más mala que haya podido ver en mi lejana infancia. Porque en esta de ahora siempre ganan “los malos” y pierden “los buenos”; y, además, no es posible salir del cine porque nunca termina, sino que gira en un bucle incesante de repetición de escenas casi iguales interpretadas por unos personajes planos, no sólo como actores, sino, lo que es aún peor, planos de sentimientos hacia los demás.

    ¿Quiénes son los malos? No soy nadie para juzgar quiénes son; pero si me pusiese a escribir algunos posibles nombres que me vienen a la cabeza y explicar los motivos que me llevan a cada elección, probablemente este artículo se podría hacer tedioso y bastante extenso. Además, nombrarlos sería darles una importancia que para mí no tienen.

    ¿Quiénes son los buenos? Sin duda, aquellos ciudadanos, sean del extracto social que sean, que sólo desean vivir en paz.

      Eso sí, debo de ser fiel a mis palabras iniciales. Estoy seguro de que, ni los malos son tan malos, ni los buenos son tan buenos. Porque, si los malos son tan malos es porque los que se suponen buenos los han puesto ahí y siguen sus consignas, en muchas ocasiones ciegamente; por lo tanto no serán tan buenos. Y si los buenos son tan buenos, es posible que en muchos casos haya sido porque la vida no les ha dado la oportunidad de estar donde están ahora los malos, sino tal vez también serían igual de malos que ellos, o peor; nunca se sabe.

    Bueno; entre una cosa y otra, la gente se muere, la gente sufre, la gente pierde sus bienes, la gente pierde su dignidad.

    Hace ya mucho tiempo -antes de crisis sociales y todas estas historias- que, frente a la imposibilidad de conseguir ver un atisbo de luz en este delirio de radicalismos, enfrentamientos y despropósitos; decidí apartarme a un lado con discreción, sin hacer ruido, y continuar con mi vida, lo suficientemente rica como para no necesitar el aplauso, ni la alabanza, ni las buenas maneras ficticias. Ya que para vivir en paz, sólo necesito un amor, libros, música y cine. Casi nada. Y ahora, pasado de largo el medio siglo de existencia, asisto sereno -pero con un poso de tristeza en mi interior que me acompañará hasta el final de mis días- a como, una gran mayoría de seres humanos, aún teniendo todos los medios a su alcance, lejos de aprovecharlos y crear un lugar mejor donde vivir y convivir, se han ido sumergiendo en una sinrazón de desprecios, odios y falta de códigos éticos. Son como ratones, hartos de queso, encerrados en un laberinto sin salida. Pero, el laberinto no tiene salida, no porque unos seres extraños hayan venido a cerrarla; sino porque esos mismos seres humanos son los que la han bloqueado y transitan una y otra vez por las mismas direcciones, las mismas palabras, los mismos errores. Se parecen a Eresictón, que, para calmar su hambre, hasta vendió a su hija. Sólo cabe esperar que, al igual que el rey de Tesalia, todos los seres humanos que son insaciables, acaben como Eresictón, comiéndose a sí mismos, y dejen de devorar la vida de los demás.

    ¿Dónde está la libertad dentro de tantos caos? Sólo en el interior de unos mismo. Porque la vida pasa. Ahora está pasando a media que deslizo mis letras por el papel, porque el tiempo va sucediéndose con su pulso incesante. Todo envejece, todo muere. Sólo el amor permanece como concepto universal a lo largo de las diferentes épocas. Concepto que, antes de tener nombre, seguro que ya bullía en el interior del ser humano.

    El amor a la vida; el amor a la madre; el amor a tus ojos cuando veo en ellos el único refugio para mi cansado Yo; harto de tanto esperar un atisbo de luz en una humanidad absurda, ahíta de rencor, desprecio, odio e ignorancia. Una humanidad que sólo sabe verse su ombligo. Mientras, el tiempo pasa; y sólo queda la satisfacción de haber vivido otros tiempos mejores y de procurar que, el hoy sea cada día una nueva aventura; la satisfacción de haber saboreado y seguir saboreando el placer de las pocas cosas bellas que el hombre ha creado; la satisfacción de ser uno mismo, cuando la mayoría de las gentes son unas máscaras desfiguradas de lo que pudieron ser.

    Sólo queda… No, es cierto; no quedará nada. O tal vez quede esto que mece mi interior cuando elevo la vista al cielo y lo miro estrellado, y me pierdo en la inmensidad de una eternidad sin tiempo, sin espacio y, sobre todo, sin el continuo zumbido de los mediocres en mis oídos.

    Por eso, cuando a mí llegan sus palabras; después siempre les digo: Por favor, cierren la puerta al salir; no vaya a ser que, como les pasa a muchos que los escuchan, entren de nuevo y acaben quedándose para siempre   

    La vida es tan simple. No hay nada que explicar. Es vivir; sólo vivir.

    Nunca llovió que no escampara.

  

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©Julio Mariñas

Compositor y escritor

(Nombre artístico de Julio César Mariñas Iglesias)

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jucemai@hotmail.com


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