RECUERDOS DE NIÑEZ EN EL UMBRAL DEL AÑO 2020
RECUERDOS DE NIÑEZ EN EL UMBRAL DEL AÑO 2020
(Entre cincuenta y cuarenta años antes)
Todos han sido y son importantes: las gentes
con las que me crucé en el camino y nunca llegué a conocer bien; los seres
humanos que he conocido; las mujeres que amé y no me amaron; las mujeres que amé
y me amaron; los amigos que están y los que se fueron; mis familiares queridos;
mi madre; y la mujer con la que he descubierto que el amor y la pasión pueden
ser eternos.
Cuando uno goza del infinito e inagotable
deseo, que los años no pueden aplacar, por cantar, escribir y componer; para
qué se necesita el reconocimiento público; y, si además se consigue lo más
preciado que un ser humano puede alcanzar; como es conocer el amor y la
amistad, dedicar la existencia a aprender y trabajar en lo que a uno le gusta,
vivir a su manera y, sobre todo, entenderse a sí mismo; la vida ha merecido la
pena. Sólo cuando un ser humano sabe quién es, puede disfrutar de su existencia
con intensidad. Entonces, es libre.
Nací en Junio de 1966. Soy de la generación
que vivió los últimos años de una dictadura, la llegada de la democracia, el
temor que supone contemplar por televisión un golpe de estado –afortunadamente
fallido- en tu país; de aquellos que participó durante su adolescencia y juventud
de una libertad jamás imaginada y también, décadas más tarde, asistió a la
progresiva pérdida de gran parte de esas libertades y muchos de los logros conseguidos
hasta entonces; todo en aras de lo políticamente correcto y del buenismo
impuesto cada vez con más fuerza en la sociedad desde los albores del siglo XXI
hasta hoy. Soy de la generación que conoció el cine como un mundo de sueños, y
la misma que, después, vio desaparecer los cines de barrio y los grandes
cines-teatro de la ciudad de Vigo. Una ciudad que, a causa de un urbanismo
demoledor, contempló herida como se cerraba el litoral a sus ciudadanos –el
mar, que antes se podía ver desde casi cualquier punto de la urbe; ahora, ni
siquiera estando a pocos metros de él, se puede vislumbrar, en la mayoría de
los casos-. Ese mismo urbanismo destruyó gran parte del patrimonio arquitectónico;
fuentes, iglesias, antiguas viviendas con historia y un largo etcétera; y lo
sigue destruyendo sin mostrar ningún respeto por la historia ni el más mínimo
atisbo de sensibilidad hacia el pasado de la ciudad. Recuerdo un Vigo lejano,
con las calles del centro de la urbe adoquinadas y surcadas por las vías del
tranvía; con el mar cercano en su esencia, libre, no secuestrado entre muelles
deportivos y comerciales; recuerdo la balaustrada de hierro forjado en la que
era posible apoyarse para observar el vuelo de las gaviotas y contemplar,
cuando la marea estaba baja, la arena litoral junto al muelle, a modo de
vestigio de la playa que fue. Recuerdo el paisaje de un Samil dunar, antes de
que se hiciesen patentes los efectos de un paseo pétreo que terminó por herir la
naturaleza de su arenal al alterar el ritmo de las mareas en ese lugar de la
costa. Recuerdo aquel Berbés de la Ribera cuyas casas marineras con soportales
aún conservaban su esencia, ya que entonces no se habían instalado en ellas restaurantes
y demás negocios, ni se habían abandonado a su ruina; sino que seguían teniendo
el aspecto humilde de las viviendas de pescadores de antaño. Y recuerdo un Vigo
lleno de cines con carteles anunciadores y fotogramas de películas en sus
entradas, donde era posible soñar porque la magia y el misterio existían, libres
de promociones y trailers reveladores de las tramas de los films. Recuerdo el
circo itinerante con sus payasos, trapecistas, e incluso animales -que no se
podían ver en otro lugar, salvo en el zoológico-, antes de que los salvadores
del planeta llegasen para convertirse en jueces del bien y el mal y ángeles
custodios de las demás especies que pueblan la tierra, incluyendo sus propios
congéneres. Recuerdo un mundo más libre en su esencia; menos controlado a nivel
individual por las instituciones y los diversos grupos salvadores de todo y de
todos en aras del progreso; un mundo respetuoso con la intimidad y la singularidad
de cada individuo; un mundo en el que, a pesar de todo lo duro que era, porque
carecía de las comodidades que disfrutamos hoy en día, los ciudadanos no se
resignaban a la pretensión que siempre ha tenido el poder de convertir al ser
humano en un numero más y hacer de los hechos de su vida una simple ecuación
matemática. Recuerdo el barrio del Calvario donde me crié, con la mayoría de sus
calles sin asfaltar; sólo tierra y piedras; donde los niños nos ensuciábamos y
rascábamos nuestras rodillas, casi siempre heridas; calles por las que apenas
pasaban coches y jugábamos libres y endurecidos; las batallas en los campos con
terrones –masas compactas de tierra- como proyectiles y palos como espadas, la
caballería formada por el más fuerte que era el caballo y el más ligero y hábil
que era el jinete; las hacíamos en los campos del colegio durante el recreo o
en el terreno que tenía la casa de nuestro amigo Millán. Hoy, ver jugar a los
niños así, sería, a ojos de la sociedad, e incluso de sus padres, una clara
muestra de que están cultivando la violencia. Pese a que nosotros sí lo hicimos
–eso y algunas cosas “malas” más-, no hemos salido ni la mitad de violentos que
muchos de los niños y jóvenes de hoy en día. Recuerdo la pandilla y como
entrábamos en las fincas para robar la fruta de los árboles, arriesgándonos a
llevar un perdigonazo en el culo. Recuerdo los fríos y largos inviernos, donde
en las casas no había calefacción; como mucho una estufa de butano que se
encendía un rato en el salón; las frías mañanas –eso sí era frío, y no se
hacían la mitad de los telediarios hablando de ello-; frías mañanas en las que,
desde muy pequeños, con la mochila cargada de libros, subíamos la empinada
cuesta y recorríamos el estrecho camino de tierra con espesa vegetación a los
lados donde las arañas de jardín dibujaban sus perfectas telarañas que retenían
las gotas de rocío, para llegar al colegio Pombal de pétrea arquitectura; y los
recreos jugando libres en los extensos campos que acababan en una enorme casa
misteriosa a la que llamábamos “la de la bruja”, lugar siempre inquietante;
porque entonces las ciudades guardaban arcanos en rincones donde los niños
podíamos internarnos en busca de aventuras; el barrio era un mundo aparte para
nosotros, alejado del hogar, de la familia; las calles eran una escuela fuera
de la escuela, un lugar donde existían cosas como la verdadera amistad y el
compañerismo ante lo que, para nosotros, pequeños infantes, eran peligros
ciertos; porque el peligro también estaba presente en elementos hostiles, en
grupos nada agradables, en el señor de los caramelos y otras lindezas que
acompañaban el paisaje; el barrio también era un lugar de códigos no escritos y
de cierta ética, hoy ya perdida –ética que incluso practicaban la mayoría de
los delincuentes; sobre todo con los del barrio-; era un escenario que nos
preparaba para lo que después sería la vida; porque antes los niños de ciudad no
éramos criados en una burbuja, en una extraña nube alejada de la realidad, ni
estábamos hiperprotegidos, y no por ello éramos menos queridos por nuestros
padres y familiares. Antes, la vida, desde que llegábamos al mundo, se nos
mostraba real y no como una especie de cuento de hadas. Para soñar teníamos los
cines Avenida y Palermo en el Calvario, y otros muchos de Vigo; los tebeos de el
Jabato, el Capitán Trueno, Tarzán; los cómics de superhéroes como Spiderman,
Superman, la Patrulla X; y los libros de Julio Verne, Salgari, Stevenson, Daniel
Defoe; y la música formaba parte de la vida porque la radio era una compañía
constante y las canciones no eran éxitos de una semana ni un mes, sino que se
incorporaban a través del tiempo a nuestra memoria y, al vivir con ellas lo que
nos sucedía en nuestra cotidianeidad, adquirían la importancia de aquellos
tiempos, convirtiéndose en verdaderas bandas sonoras de nuestros primeros años;
por eso la música, para los de entonces, sigue siendo tan evocadora; y así,
heredamos las canciones de nuestros abuelos y padres, e incorporamos las nuevas
canciones a nuestras vidas sin olvidar las anteriores. Recuerdo los últimos
guateques, lugares donde sentir el calor de un cuerpo femenino y esa sensación
mezcla de ternura y excitación que se originaba al percibir tan cerca a otro
ser humano que nos gustaba y atraía. Mientras los guateques daban sus últimos
coletazos, pronto llegarían para nosotros las primeras discotecas y salas de
fiesta. Aunque el hecho de bailar “agarrados” –como entonces se decía- se fue diluyendo. Esto prevaleció en las verbenas y, el ser músico y tocar por
las fiestas, me permitió prolongar aquellas maravillosas sensaciones hasta mi
juventud. Recuerdo a las compañeras de clase y el primer enamoramiento que,
ante mi estado ensoñador, al darse cuenta mis padres y preguntar qué sucedía,
revelé, para acabar siendo objeto de sus burlas cariñosas cuando apenas tenía
ocho años. Recuerdo las tardes con mi madre, los dos solos; aquella mujer de
grandes ojos azules, que se pasaba los días cantando con su consistente y dulce
voz de mezzosoprano; aún hoy suena su carismática voz en mis oídos –copla,
tango, habanera, canción melódica-; la voz y la pasión por cantar fueron la más
preciada herencia que me dejó. Recuerdo las tardes de radio junto a ella,
mientras, fuera, el sonido del invierno golpeaba las ventanas; aquel calor de hogar
maternal que jamás se vuelve a sentir pero queda impregnado en el alma y nos acompaña
el resto de la vida. Y a las amigas de mi madre –casadas, en vías de separación
y demás; casi todas modernas para la época-; lo que me permitió crecer mis
primeros seis años de vida entre mujeres que se expresaban con libertad delante
de mi inocente presencia y me hacían objeto de su cariño; existe mejor paraíso
iniciático. Recuerdo la calle Portela, donde vivía mi amigo Doménico; lugar
que, antes de conocerlo, siendo muy niño –los infantes de entonces solíamos
andar solos por el barrio- transitaba para llegar a casa de mis abuelos
paternos; pasando por la fuente de piedra –hoy privada de su esencia al ser
mutilada en parte y trasladada a otro lugar-, el camino de tierra en la
tenebrosa noche alumbrado apenas por unas luces tenues que dibujaban sombras en
la maleza de sus esquinas; ese era el recorrido cuando mi madre me mandaba a por
unos huevos o alguna otra cosa a casa de mis abuelos; después bajaba la pronunciada
cuesta hasta llegar a la casa. Allí vivían mi abuela Otilia y mi abuelo
Gumersindo, maestro que, cuando se retiró, llevaba cincuenta y un años
trabajando y, decían, era el más antiguo de España; algunos de esos años los ejerció
en Vigo; hoy no queda rastro de él en la ciudad. En el campo próximo a la casa
de mis abuelos, los días soleados, me apasionaba jugar con los animales; caracoles,
hormigas, lombrices, cristalinas y demás bichos; hoy sería reprendido por todos
y vilipendiado ante el grave delito de no dejar en paz a los pobres animalitos.
El olor a hierbabuena –que llamábamos hierba de los caracoles- aún prevalece en
mi memoria como esencia de aquel tiempo. Recuerdo la Avenida de Ramón Nieto,
donde vivía mi amigo Cunca, con casas y pocos edificios de escasa altura; la
calle Alcázar de Toledo -hoy Toledo-, donde vivía mi amigo Juan, en su primer
tramo empinada y después llana; en aquel suelo de tierra y piedras sin asfaltar
aprendí a montar en bicicleta. Recuerdo la iglesia de los Picos, con su
entonces moderno diseño del arquitecto Román Conde que, parece ser, se inspiró
en un proyecto de Le Corbusier y creo un templo a base de láminas de hormigón. Entonces,
frente a esta iglesia de la Inmaculada Concepción, había una gran extensión de
terreno donde se celebraba la fiesta del Calvario, con tiovivos -los caballitos
giraban mostrando su negro pelaje y satánica sonrisa, que de niño me aterraba-,
coches de choque y casetas de feria. Recuerdo las fiesta de la doblada y de San
Roque -esta última se mantuvo en el tiempo, por lo que, cuando comencé en las
bandas de música, tuve la oportunidad de tocar en ella-; San Roque olía más que
ninguna otra a pulpo á feira y los trileros hacían sus tejemanejes atrayendo a
los incautos. En el límite del Calvario con Ramón Nieto se abría la calle Martínez
Garrido, donde, al final de ella, jugábamos entre montículos de tierra y tubos
de obra para el alcantarillado. Recuerdo la desaparecida fiesta del Arenal que
se ubicaba en los jardines aún existentes hoy en día. Cerca de ese lugar, más
hacia el mar, los jardines de Elduayen, entonces estaban decorados por
estanques y eran un lugar idílico de la ciudad; junto con el monte del Castro y
la Alameda, escenario de los primeros escarceos amorosos. Recuerdo el autobús
que nos llevaba a la playa, y contemplar las cocheras, a la altura de las
Traviesas, donde descansaban los últimos tranvías de la ciudad; y aquel Samil
salvaje, a cuya playa se accedía por los restos de las heridas dunas, con
apenas unos cuantos pequeños chiringuitos; y el camping situado al cruzar la
carretera donde mis padrinos montaban la tienda de campaña familiar en verano.
Recuerdo un tiempo de una niñez limpia, no adulterada, pero, a la vez,
consciente del mundo, de la bondad y la maldad humanas; porque entonces, ciertas
cosas no se veían a través de pantallas; se veían y vivían en la realidad más o
menos cercana. Nosotros, los niños de aquel tiempo, lo aprendimos bien, sin
necesidad de ordenadores ni teléfonos móviles, ni corrientes de opinión que nos
enseñasen que era el bien y el mal, ya que, por mucho que la iglesia predicara
y ciertas normas estrictas pretendiesen frenar nuestra mente, el haber experimentado
desde nuestra más tierna infancia en primera fila el discurrir de la vida, nos
fue haciendo sabios; con una sabiduría que no da ninguna universidad. Porque,
entonces, observábamos lo que nos rodeaba y a los que nos rodeaban; nos
mirábamos a los ojos y escuchábamos a aquellos que, por edad, siempre sabían
algo más que nosotros sobre algo. Me hace mucha gracia la frase: “Los niños de
ahora aprenden las cosas mucho antes que nosotros y son mucho más espabilados. Saben
más que los mayores”. ¿Qué mayores? Quitadles el teléfono móvil e Internet a
esos niños, y que salgan al mundo sin la protección económica y presencial de
sus padres; haber lo que saben. Nosotros éramos lobos libres y ellos,
lamentablemente, en la mayoría de los casos, son perros domesticados. Nosotros
éramos vitales; a fuerza de buscar nos hicimos ingeniosos, feroces, tiernos,
vencedores, vencidos; en resumen, la vida real nos hizo como algunos somos hoy,
imperfectos, con nuestros defectos y virtudes; pero reales y naturales, conocedores
en profundidad de conceptos como la familia, la amistad, el compañerismo, la
lealtad; esas bases con las que obtuvimos una ética para vivir. Lo recuerdo
todo; los recuerdo a todos; y, de aquello que no recuerdo, sé que su esencia,
en su momento, fue captada por mí, y sigue latiendo en mi interior. Saber diferenciar
las cosas primordiales de la vida es un sello de garantía. Como, por ejemplo, reconocer
la amistad. Aquellos que dicen tener muchos amigos o que llaman “amigo” a
cualquiera con cierta liviandad, o no saben lo que es la amistad o no son de
fiar. Un amigo es aquel con el que has compartido momentos de tu vida que no
podrías compartir con otra persona y que, a pesar de que la vida, el tiempo, la
distancia o la muerte os hayan separado, es muy fácil de detectar por ti;
porque cuando lo encuentras por azar o piensas en él, es como si el tiempo no
hubiese pasado y el trato es el mismo que el que teníais cuando erais niños,
adolescentes o jóvenes. Muchos compañeros de entonces se quedaron por el
camino. Las drogas asolaron su vida. Pero eso es otra historia. Hoy, pasado el
medio siglo, yo, que desde que la descubrí, tuve presente la frase de Carl
Gustav Jung, “La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir”; en
el momento presente, después de haber vivido, puedo decir que todas aquellas
personas que encontré en el camino me han hecho, para bien o para mal, lo que
soy, y, con la serenidad que da el paso de los años, debo decir que, la niñez
lejana de mi generación fue privilegiada, porque, aun conservando la esencia de
generaciones anteriores y viviendo un tiempo en que nuestros primeros años eran
en blanco y negro, no sólo en la televisión; vimos surgir un mundo ante
nuestros ojos que prometía cambiar para el futuro todo lo gris de la historia de
la humanidad. Lamentablemente, no fue así. Vivimos una adolescencia y juventud en
el tiempo de mayor libertad de la historia de España. De aquello, en la
actualidad apenas queda nada; acaso en nuestros recuerdos y en nuestro corazón.
Hoy, con profundo dolor, debo decir que, este nuevo marco de sociedad que
habitamos se ha ido alejando cada vez más de la realidad; esa realidad que
nosotros, entonces niños inquietos, conservamos de nuestros padres, de nuestros
abuelos, de nuestros antepasados, de todas las generaciones anteriores, y que,
a medida que crecimos, intentamos hacerla mejor sin renunciar al pasado. Porque
entonces el mundo era el presente enriquecido por la sabiduría del pasado, y no
era ni empezaba en internet; el mundo se podía tocar desde la cuna hasta la
madurez. Aprendíamos de los que habían vivido antes que nosotros y de toda la
esencia que arrastraban de siglos atrás. Pero, al mismo tiempo, crecimos
viviendo el presente sin trabas ni ideas preconcebidas. Unos seres humanos que no
saben u olvidan de donde vienen, están condenados a perder toda noción de
realidad y vivir en un mundo vacío y frío. Nosotros, los de entonces, también
fuimos rebeldes –la juventud tiene que serlo-, con esa rebeldía que da el
ímpetu de los primeros años de vida. Pero nuestra rebeldía no ahogaba a los
demás; era una revolución interior y profundamente tolerante. Queríamos cambiar
nuestra vida y a nosotros mismos, y con ello lo que considerábamos negativo, con
la única finalidad ser felices; pero no cambiar la vida de los demás y a los
demás. Nuestra verdad era para nosotros y no queríamos imponérsela a nadie. Por
eso había gentes tan diversas; desde los extremos más formales hasta los más
alocados; y todos vivíamos –a pesar de que, conflictos existían- en una
tolerancia inusual pero cierta; nada que ver con el panorama actual del “o
estás conmigo o estás contra mí”. De qué se queja una sociedad por sus
políticos, si ellos no son más que el reflejo de lo que la gente somos y el
resultado de lo que les dejamos ser. A donde se mire, campan a sus anchas la
intransigencia, la intolerancia y el odio hacia todo lo diferente a uno mismo, al
partido, al grupo mediático o a la asociación a la que pertenece. Si este
comportamiento es el que empleamos en nuestro día a día, si es lo que la
sociedad, que somos nosotros, estamos llevando a cabo; de qué nos quejamos. Los
de mi generación –la última que conoció un pasado de tradiciones y presenció el
cambio mundial más brusco de toda la historia de la humanidad- fuimos los
últimos espectadores y actores de un pasado siempre presente, y de un presente
con pasado; y por lo tanto poseedores en nuestro interior del aire puro, aún no
mancillado, de la libertad y de la esencia del bullicio del barrio. Pero también
sabíamos buscar nuestras parcelas de intimidad y respetábamos la intimidad de
los demás. Recuerdo una niñez feliz; recuerdo una adolescencia feliz; recuerdo
una juventud feliz; recuerdo una madurez feliz; os recuerdo a todos. Poder
decir eso, es mucho más que cualquier otra cosa a la que haya podido aspirar.
Nunca está tan cerca el hombre de su verdad y vive con más intensidad el
presente, como cuando es consciente de que es todo aquello que ha ido dejando
en el camino y aquello que aún conserva en su memoria sentimental. Ser libre es,
simplemente, ser auténtico; y esa autenticidad la dan las vivencias sentidas y
asimiladas en el alma. Todo lo demás, son tuneamientos inútiles, disfraces ante
uno mismo y ante la sociedad, que llevan al hombre a la vacuidad. Vivo en el
presente y lo acepto; pero mi vida, mi parcela de intimidad, mi arte, mi ética
y mi moral no las venderé jamás; y, cuando digo no las venderé, estoy haciendo
referencia a que, mis sentimientos y mis pensamientos no han sido ni serán
jamás corrompidos por el caos en que el mundo pretende instalarse. Porque, la
forma de sentir y de pensar, es de lo único que un ser humano no debe ser
privado. Por eso, todos los ataques que desde el poder –y cuando digo poder, no
me refiero sólo al poder político- se lanzan sobre las personas, van
encaminados a minar y destruir su forma de sentir y de pensar en libertad, y
tienen como única finalidad la agrupación del individuo en corrientes de todo
tipo, para formar rebaños, cuanto más numerosos mejor; porque siempre será
mucho más fácil de manejar la masa que individuos aislados y auténticos. He
pagado un alto precio por ser yo mismo; pero jamás me ha importado en exceso y,
cuantos más años cumplo, cada vez me importa menos, o mejor dicho, nada. La
misma esencia de la libertad radica en el equipaje de recuerdos, sueños y
esperanzas que llevamos. ¿Quién puedo privarnos de eso? ¡Nadie! Cuando uno es
joven, se mira al espejo para contemplar su juventud. En mi caso, después de
más de medio siglo de existencia, me miro al espejo para decirme: “He vivido”.
Y, esas dos palabras, entrañan tanto significado, que son suficientes para que
consiga no apartar la vista y saber que mi existencia ha sido real y auténtica.
Aún
te recuerdo. Sí, a ti.
Porque,
en el mismo recuerdo, radica la esencia del saber que estamos vivos.
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