UNA MALETA Y LA LUNA - XXX
La literatura tiene algo de siniestro. Todo
arte es una forma de jugar a ser un dios, bien benefactor bien maléfico. Todo
está admitido en la palabra escrita generadora de historias. Desde la escritura
se puede ensalzar al más ínfimo y patético de los seres humanos, o despreciar y ningunear al más grande de los hombres. Esa
es la grandeza y la miseria de la literatura. Las gentes de mi generación tuvimos
que aprender con gran dolor que no siempre la literatura, el cine o el teatro,
eran camino artísticos de paz y luminiscencia, que había senderos tétricos,
siniestros; finales que nunca nadie nos había enseñado. Cuando apenas comenzaba
a leer, tenía el extraño hábito de acercar mis pasos al pequeño mueble de
madera de mi abuelo donde, entre otros libros, había un ejemplar de la biblia.
Un día me atreví a abrir aquel arcano ejemplar de hojas finas con bordes rojos
y tapas negras. Fue por el Apocalipsis y, puso ante mis ojos, mientras
torpemente leía sus líneas, un escenario de terror y desconsuelo que marcaría
para siempre mi forma de ver el mundo.
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-¡Con el hijo de la Señora Asunción! Ese
ejecutivo repulsivo e impresentable.
-Es lo que hay, querido. Tranquilo, Doctor,
procuraremos que no se enteren en tu gremio.
-¡Deja de decir estupideces!
-Tenía que decírtelo. Ahora que va a vender
el Olivar que tienen en el sur, ha dicho que me dedicará más tiempo y podremos
viajar.
-¿El Olivar? ¿Viajar? ¡Estás loca!
-¡Sí, por él! Y divorciarnos puede ser muy
tedioso. Así que te recomiendo que dejes
estar las cosas.
-¿Un olivar?
-Muy cerca de donde tú y tus amigos de
tertulia ibais a tomar el ciervo y el jabalí con castañas en la temporada de
caza.
-¿En la Posada del Griego?
-¡Eso! A doscientos metros comienza una
extensión de olivos que era de la Señora Asunción y ha heredado su hijo. Ya está cerrado el trato. Se
vende en dos semanas. Van a montar una urbanización. ¡Qué pena de olivos! Te
veo trastornado. Parece que te ha afectado más la venta del olivar que mi
infidelidad. Tranquilo. No creo que le afecte a la Posada del Griego.
-¡Estás loca! Me voy.
-Bueno. Cuando regreses ya no estaré. Este
fin de semana nos vamos de viaje.
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El progreso, el progreso. Ha cambiado el
paisaje de la tierra. Apartamentos a pie de mar, molinos de viento en las
montañas, grandes muelles deportivos sobre las aguas litorales; todo un mosaico
de avances tecnológicos. ¿Ha sido proporcional el daño al avance del bienestar?
El progreso es una burbuja frágil e inestable que en cualquier momento puede
estallar dejando un sinfín de cadáveres. De hecho, ya hay muchos fiambres en el
camino. Infinidad de construcciones sin finalizar, cuyas oquedades
parecen ojos vacíos llenos de tétricos presagios. Ruinas de guerras donde la
vegetación retoma su feudo construyendo un paisaje holocaustico. Todo por el
progreso. Es en los amplios y cómodos despachos donde se decide como arrasar
con los últimos vestigios de naturaleza. Al homo urbanitas parece molestarle
todo aquello que le recuerda su animalidad primigenia, la esencial, la más
pura. Pero la agresividad y violencia generada por el mundo artificial que ha
creado, lejos de desagradarle, le reconforta.
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La Señora Asunción jamás hubiese vendido el
olivar herencia de sus padres, herencia de sus abuelos, herencia de sus
tatarabuelos; el olivar cuyo origen se remonta a Al-Andalus, a los tiempos de
la Córdoba califal. Muchos de esos olivos seguramente serían traídos a España
por manos árabes y crecerían al abrigo y al desamparo de amores y batallas.
Pero, los árboles sólo hablan a quien está dispuesto a escuchar el amor de sus
ramas movidas por el viento, a leer sus heridos troncos centenarios. Y el
hombre moderno está cada vez menos dispuesto a leer nada que no sea los índices
de la bolsa o los últimos sucesos luctuosos en la prensa. El progreso es una
palabra envenenada que guarda en su esencia la gran mentira de la modernidad
socializadora, homogénea, de pensamiento único. Todo lo que está alejado del verdadero
origen de homo sapiens.
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