UNA MALETA Y LA LUNA - XXVIII
Con esa característica de mostrarnos
siempre la misma cara, la luna tiene algo íntimo y evocador. Esta que ahora
contemplo es de idéntico aspecto a la de aquella noche lejana cuando me perdí
en el bosque. Era un adolescente inquieto que siempre tenía predilección por
lugares solitarios. Habíamos acampado nuestras tiendas junto al lago en una
zona poco frecuentada por los turistas. Fue un fin de semana inolvidable. La
noche que decidí alejarme del campamento para caminar bajo la luna llena, puso
una nota de inquietud en aquel verano que siempre recuerdo con agrado. No había
recorrido más de doscientos metros cuando los sonidos nocturnos comenzaron a
cobrar una presencia inusitada. Aquí y allá surgían sin previo aviso; el ulular
de los búhos, el sutil movimiento de una rama desplazada al emprender el vuelo
una lechuza, los ruidos provocados por los roedores al moverse inquietos entre
la hojarasca. Fueron sensaciones encontradas de una placidez tenebrosa. Hasta
ese preciso instante, había sentido la soledad de un modo muy diferente. La
soledad nocturna de infancia. Aquella que asoma cuando nuestra madre apaga la
luz después de haber depositado un beso tierno y una caricia protectora en
nuestra mejilla; antesala del vacío del cuarto a oscuras. Pero es una soledad
emocional, porque sabemos que tras la luz del pasillo, aún seguirá despierta
nuestra madre acabando de arreglar la cocina antes de irse a la cama o con nuestro
padre viendo la televisión. La soledad de sentirse aislado añadida a la
curiosidad por la prohibición de ver cine a ciertas horas de la noche, me
llevaba entonces a emprender la aventura sigilosa de abandonar el lecho y
arrastrarme con extrema delicadeza por el oscuro y largo pasillo, al final del
cual se vislumbraba, como una luz al final del túnel, la luminosidad que
desprendía la pantalla en blanco y negro del televisor. Muchas películas vi en
aquellas circunstancias clandestinas. Lo que sigo sin saber aún hoy en día, era
si mis padres en algún momento fueron conocedores de aquella actitud rebelde
con respecto a sus normas nocturnas. Otra soledad infantil es la de sentirse
aislado o rechazado cuando los que consideramos compañeros de recreo nos
apartan de sus juegos. Experimentamos un aislamiento relativo, ya que siempre
hay otras opciones que podemos tomar para encontrar compañía y diversión,
aunque nosotros deseemos la que nos ha sido negada. Por eso, estas soledades de
infancia, no llegaban a ser completas, ya que el aislamiento físico no era
total al existir un punto de enlace en mayor o menor medida. Sin embargo,
aquella noche en el bosque del lago, la soledad cobró un carácter total al
hacerse, no sólo anímica, sino también física. Sentí entonces lo
vulnerable de mi condición humana ante
la naturaleza. Un ruido más violento de los que hasta el momento percibía me
sobresaltó. Creí ver un zorro deslizándose entre los arbustos. La sensación de
pequeñez se hizo mayor cuando alcé la vista y con dificultad contemplé las
altas copas de los árboles en la noche de plenilunio, majestuosamente estirando
sus ramas hacia el cielo en busca del único haz de luz. El cúmulo de
sensaciones fue tornándose cada vez más hipnótico; hasta el punto de que, a
pesar de mi desasosiego, el impulso de regresar al campamento no cobró más
intensidad que la que provocaba el seguir recibiendo el hechizo del paraje.
Continué caminando y, por unos instantes, me sentí perdido. A mis oídos llegaron
unas voces. A medida que avanzaba hacia su procedencia, pude ver entre los
arbustos una luz que emanaba de un fuego. La imagen que observé con
dificultad ha quedado para siempre grabada en mi memoria. Alrededor de una
hoguera danzaban sombras y cantos étnicos quebraban la noche. Aún hoy, sigo sin
recordar como volví al campamento; ni nada que no sea la imagen de una escena
extraña a mi mundo y la sensación de soledad total; tal vez lo más pareció a la
que siente el ser humano en el instante final de su existencia; una mezcla de
inquietud y serenidad difícil de expresar en el reducido lenguaje de los
humanos.
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