ROSTROS (REFLEXIONES DE UN POETA EN LA SOMBRA - XXXVI)
Siempre han estado presentes en la historia de la humanidad. La vanidad,
el egoísmo, la avaricia, el desprecio de aquellos que se creen superiores a sus
semejantes, la indiferencia del que vive en el bienestar hacia aquellos que
sufren y padecen. Lo que distingue la época que vivimos de las anteriores es
que, ahora más que nunca, esas personas tienen rostros. Las vemos a diario en
los medios de información audiovisuales o escritos. Ahora, la podredumbre que
el ser humano atesora tiene nombres y apellidos. Al igual que vemos la mirada
perdida en los niños muertos de hambre, también vemos el gesto mezquino de
aquel que roba, oprime o mata y destruye la vida de los demás directa o
indirectamente, sin preocuparse por nada que no sea su ego inflado hasta el
paroxismo. Siempre ha existido la soberbia del ser humano. Pero antes sólo nos
llegaba el olor; ahora nos llegan las continuas imágenes que muestran la faz
podrida de muchos homo urbanus. A pesar de todo, aunque para muchos no sea un
consuelo, es cierto que “no es feliz el que más tiene, sino aquel que menos
necesita”. El afán de posesión no sólo está en esos hombres que tantos
titulares ocupan. Es inherente al ser humano. Historias, leyendas y mitos, han
venido dando una visión muy certera de la condición humana. Caín mató a su
hermano Abel cuando los hombres aún no tenían grandes fortunas ni mansiones
deslumbrantes.
Los rostros de las gentes dicen tanto. Hablan de una fachada arrogante
tras la que pretenden esconder el miedo que anida en su interior. Miedo a
perder su status social y el dominio sobre lo que consideran suyo. Confieso que
en algún tiempo esos rostros me provocaron indignación, asco o pena. Hoy ya no
me dicen nada. Creen tener el mundo a sus pies, cuando sus pies están llenos de
lodo. Creen ser dueños de su vida, cuando sólo la muerte dicta la irrevocable
sentencia sobre la existencia. Esa Muerte que es un juez al que no se puede
sobornar ni apartar de su puesto eterno.
Se suele pensar que es preocupante que alguien pierda la razón. Pero lo
verdaderamente preocupante es que los seres humanos pierdan la humildad o nunca
la hayan tenido. Porque sólo ella nos da la capacidad de reconocer nuestros
errores y pedir perdón ante nosotros mismos y nuestros semejantes. Sólo ella nos da la
capacidad de comprender lo poco que sabemos y así nos permite aprender algo
cada día. Porque la humildad es la gran olvidada en este siglo XXI que tanto
pavonea la difusión de unos y otros valores. Nos han contado que tenemos que
ser muchas cosas, y una gran mayoría se lo han creído. No existe peor
caricatura del ser humano que una persona llena de sí misma. Veo rostros que
desfilan ante mí. Sólo ellos parecen estar en posesión de una supuesta verdad
única. Todo lo saben, todo lo entienden, todo lo tienen. Creen que nada
necesitan. Es posible que no necesiten nada material. Pero si una cura de
humildad para volver a ser humanos.
Todo es tan difuso para el que medita. Mientras, a su alrededor, la
inmensa mayoría de humanos parecen tener claras sus ideas, sus formas de vivir,
sus palabras. Así la civilización va generando un monstruo de rostro deforme y
viscoso que habita detrás de una fachada de supuesta corrección y estabilidad.
Un rostro que, a su pesar, vive en las noches, tras los espejos, en sus soledades,
allí donde ni la riqueza ni el poder sirven para nada. Allí donde el destino
implacable dice: “Soy el pútrido rostro de tu Yo más profundo”.
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